Cada vez tocamos menos (y no me refiero a la música)

Podemos vivir sin ver, sin oír, sin oler, sin gustar… pero no podemos vivir sin tacto. El tacto nos conecta con el mundo exterior y con nuestro mundo interior, proporcionándonos una información imprescindible para la supervivencia.

Cualquier forma física, cualquier cambio de temperatura, cualquier dolor es detectado por el tacto. También cualquier placer, especialmente en las zonas más sensibles del cuerpo, como la lengua o las yemas de los dedos.

Es el rey de los sentidos. El mejor de ellos, si hacemos caso a las interpretaciones metafóricas que le hemos asignado a cada uno. Una persona «con olfato» es aquella que sabe encontrar las oportunidades. Otra «con vista» es la que sabe aprovecharlas.  Y así sucesivamente, dando la impresión de que los sentidos están hechos para nuestro propio beneficio.

Pero una persona «con tacto» habla de alguien capaz de resolver problemas con sensibilidad y sabiendo manejar ese don en beneficio ajeno.

Ese es el lado metafórico. Pero el tacto se utiliza también para mejorar las relaciones intersubjetivas. Tu mano, cogiendo otra en el momento adecuado, le está comunicando que cuenta contigo. Si, en cambio, la apoyas en su brazo, le está reclamando su atención, indicándole que lo que vas a decir es importante. Tu caricia, en un rostro compungido, le está transmitiendo compasión y ternura.

Por su parte, el beso, dependiendo del que se trate, nos abre un mundo de información que la otra persona recibe con una intensidad superior a cualquier palabra.

En cada cultura el beso tiene un significado distinto. Con la llegada de la televisión, por ejemplo, los españoles vimos por primera vez a los dirigentes rusos besándose en los labios. Eso nos confundió, porque éramos incapaces de decodificar ese gesto entre unos señores capaces de enviarte a un Gulaj por leer a García Lorca.

Todos poseemos el mismo sentido del tacto, pero su significado es cultural. Y ese es el problema. Con la globalización, y para evitar malentendidos, el tacto ha ido relegando su capacidad polisémica hasta quedar constreñido por lo universalmente aceptado.

Si nuestros dos besos en la mejilla, o el abrazar a alguien como saludo resultan inoportunos en Estados Unidos (pongamos por caso), pues eliminémoslos y así evitaremos situaciones embarazosas.

Se ha establecido un mínimo común denominador, que aupado por la dificultad de establecer qué es afecto y qué acoso en una gestualidad globalizada, ha relegado al sentido del tacto a una de las posiciones menos relevantes en el contexto de la comunicación humana.

Si, además, añadimos que la individualidad, aupada por la comunicación virtual (y, en consecuencia, virtuosa), ha potenciado el fenómeno de la desvaloración del tacto, nos encontramos con un escenario desolador.

Tocarse está mal visto, mal oído, huele mal y es de mal gusto. Pareciera que los otros cuatro sentidos se hubieran aliado para derrocar al tacto de su trono ancestral. Y lo están consiguiendo. De seguir así, lo único que acariciaremos con las sensibles yemas de nuestros dedos será esto que estamos tocando tú y yo ahora mismo. Es decir, las teclas del ordenador.

2 Comments ¿Qué opinas?

  1. La culpa es del machismo…
    Aunque si que se podria tocar mas a la gente conocida,
    pero aveces no apetece que nos toque cualquiera, por su etsres
    asi que el stres que provoca el capitalismo tbn es el problema
    en realidad el machismo crea capitalismo y a la inversa

  2. En realidad, durante toda nuestra vida nunca llegamos a tocar nada:
    «El tocar una cosa es una sensación que se produce en el cerebro. Los electrones de la parte más externa nunca tocan al objeto (pero esto es a una escala muy pequeña). La fuerza eléctrica entre las cargas de objeto y la piel se traduce en presión ya que actúa en una superficie, por ejemplo los dedos, esa presión es registrada por unos nervios especializados que generan un impulso nervioso y en el cerebro se produce la sensación del tacto.»

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