Contaba Little Richard en su biografía Oooh my soul!!! cómo convenció a un joven blanco heterosexual con una verga de treinta centímetros para que tuviera sexo con él. Lo recordaba con entusiasmo, como si esa sumisión fálica fuese una muestra de poder. En realidad, lo era.
Richard, desde pequeño, supo que no era como la mayoría de los otros niños. Su amaneramiento de crío le supuso las burlas de compañeros de colegio. Usar el maquillaje y la ropa de su madre llevaba a broncas monumentales, hasta que finalmente su padre le echó de casa con solo quince años. Ya había tenido relaciones con otros chicos. Le gustaba travestirse y también practicaba el voyeurismo, le encantaba quedarse en el coche mientras una pareja de amigos se lo montaba en el asiento de atrás. Así lo pillaron tras una gasolinera y pasó tres días en el calabozo por conducta inapropiada.
Todo eso era inaceptable en el seno de una familia de profundas creencias evangélicas, en donde su abuelo y dos de sus tíos eran predicadores. Richard Penniman había tenido una educación clerical. Actuaba desde niño en la iglesia y fue ahí donde aprendió a cantar y tocar el piano a la vez. Con diez años se paseaba diciendo que era un sanador divino; cantaba espirituales a los enfermos, les imponía las manos y los que mejoraban le daban unas monedas. En aquellos días su aspiración era servir a Dios, pero vivía entre dos mundos opuestos. Por un lado, estaba la inculcada senda religiosa; ese era el camino correcto. Por otro, estaba ese mundo de pecado: sexo, juerga, espectáculo… cuya llamada no podía evitar. Ese enfrentamiento vital marcaría su trayectoria.
Richard llevaba grabando desde finales de 1951, aunque ninguna de aquellas grabaciones tuvo la mínima repercusión. Eran temas de blues y rhythm n’ blues que no aportaban nada nuevo. Pero en el sello Specialty olfatearon que ese estrafalario personaje que llevaba un tupé de un palmo y camisas chillonas no era un cantante más. Así que en 1955 se lo llevaron a Nueva Orleans para grabar a las órdenes del productor Bumps Blackwell. Allí, con algunos de los mejores músicos de sesión de la ciudad, Richard comenzó a tocar sus canciones. Más de lo mismo. Blackwell vio que eso no encajaba. Si su aspecto era rompedor, su música no podía ser estándar.
Entonces ocurrió. Dando la sesión por acabada Richard se puso a hablar con unas chicas, se vino arriba y empezó a tocar una pieza al piano: A-wop-bop-a-loo-bop-a-wop-bam-boom! El ritmo era explosivo, y la letra, una auténtica ordinariez que había escrito en sus tiempos de cocinero en una estación de autobuses. Originalmente decía: «Tutti Frutti, good booty. If it don’t fit, don’t force it. You can grease it, make it easy» (Tutti frutti, buen culo. Si no entra, no lo fuerces. Engrásalo, hazlo fácil).
Blackwell supo allí mismo que eso era un éxito, pero esa letra no valía. Ninguna radio la emitiría. Llamó a Dorothy LaBostrie, una joven letrista que andaba siempre por allí, y le pidió que maquillase el texto. Volvieron al estudio, el tiempo de grabación estaba casi agotado y el pianista de sesión no pillaba el ritmo salvaje de Richard, así que este se puso a cantar y a las teclas. Grababan todos metidos en un cuarto, en directo, con solo dos micrófonos. Esta canción introdujo los clásicos gritos de Richard, incluyendo ese chillido que servía de señal al saxo de Lee Allen para entrar a tope con el solo. Quince minutos después habían grabado una de las canciones más importantes de la historia.
Fue un éxito inmediato, aunque la prohibieran en muchas emisoras blancas. En las listas de pop fue la versión descafeinada de Pat Boone la que llegó más alto. También la grabó Elvis. Daba igual. Cada nuevo single de Richard fue directo al top 10. Hasta que en 1957, cuando estaba en lo más alto, recibió una llamada divina que le hizo apartarse del camino pecaminoso y dedicarse a predicar durante tres años. No serviría de nada. El daño estaba hecho. El rock n’roll ya tenía una reina madre y se llamaba Little Richard.