Las encuestas no engañan, cuanto más bajo es el nivel adquisitivo de una persona, con más frecuencia responde con un “Viajar” a la pregunta “¿Qué es lo que más le gusta hacer?”. El soma de Un mundo feliz que preconizó Huxley resulta que no es químico, sino low cost.
(Opinión)
El siglo XIX y el comienzo del XX fueron los tiempos de los grandes viajes épicos, alentados sobre todo por los aventureros británicos, que recibían apoyo de la Royal Society, donde se forjaron las leyendas de la búsqueda de las fuentes del Nilo. Con esa exquisita flema, Stanley encontró junto al lago Tanganika al famoso explorador y le interpeló con aquellas palabras inmortales:
– Dr. Livingstone, I presume?
Los viajes de hoy son un pálido y triste reflejo de aquellos desplazamientos.
El paroxismo del mal gusto y del viaje tóxico lo encontramos en esos paquetes de todo incluido que nos depositan en un resort de Punta Cana rodeado de vallas electrificadas para que no podamos salir del recinto, y lo que es más importante, que los locales no puedan entrar en él. Pulseritas para la barra libre de mojitos, y tras siete días de excesos etílicos y grasas no saturadas, ocho horas de avión de carga y vuelta al cubículo, a esperar la próxima ocasión para escapar.
Las clases acomodadas, que cada vez lo están más y son más escasas a un tiempo, se quedan en sus residencias por las que han pagado millones. Y no viajan. Se desplazan. Tres meses en Nueva York, cuatro a orillas del lago Lugano, dos en Londres…
Los demás, ante la proximidad de un puente o de un paréntesis que les libre unos días de sus penosas ocupaciones, husmean en los folletos de las agencias de viajes como perros en los cubos de basura, buscando un hueso que todavía tenga algo que roer.
Los usuarios de Ryanair imploran en silencio: “Sáqueme de aquí, por favor, me da igual volar de pie, o en la bodega, sin derecho a maleta ni a entrar al baño… pero lléveme lejos”. Lo curioso es que, visto desde arriba, en ese lejano destino, otra persona suplica lo mismo respecto al lugar de origen del primero, y ambos se cruzan en el espacio aéreo en un derroche absurdo de combustible y falta de sentido común. Parece que la vida siempre está en otra parte, como decía Milán Kundera en su libro homónimo.
En los años sesenta la gran mayoría de los españoles solo habían visto Barajas en el NODO, y nunca habían subido a un avión. Los artistas, la jet set de la época y cierta élite política (otra era más provinciana y jamás cruzaría las fronteras del imperio) eran los únicos privilegiados.
La cada vez más tediosa, humillante y cansina experiencia de los aeropuertos debería disuadir al viajero, pero produce el efecto contrario “quien algo quiere, algo le cuesta” recitan resignados con los zapatos en una mano mientras con la otra se sujetan el pantalón, pues tuvieron que dejar en la bandeja el cinturón con hebilla metálica.
Suspiran aliviados al superar el arco detector y las miradas inquisidoras de los agentes de seguridad. Estos mismos agentes están contando los días que les faltan para huir de allí, tomar un vuelo barato y respirar el aire de otro lugar cuyos habitantes también sueñan con escapar a la mínima oportunidad.
Qué poco dice del mundo que estamos construyendo el hecho de que todos quieran estar en otro sitio.
Bueno… todos no. Solo los pobres.

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Yorokobu es una publicación hecha por personas de esas con sus brazos y piernas —por suerte para todos—, que se alimentan casi a diario.
Patrick Thomas

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