Vivimos en una época en la que todo el mundo viaja. Vacaciones, trabajo, búsqueda de oportunidades, pero sobre todo turismo. Son muchos y muy diversos los motivos que nos empujan a comprar un billete, aunque el fundamental suele ser el ocio. Pero me pregunto ¿Qué es viajar?
Me temo que lo que nosotros entendemos por viajar es un concepto elaborado en el siglo XIX en el que personajes como Washington Irving o Edward H. Locker dedicaron una parte importante de su existencia a vagar o residir en países que no eran los suyos.
Los viajeros del XIX viajaban por tener esa experiencia irrepetible y también por observar los objetos y lugares que de otro modo no podrían observar. Tengamos en cuenta que nosotros hemos sustituido el verbo viajar por la perífrasis hacer turismo. Las fotos de los lugares visitados se han vuelto casi un tótem del propio viaje. Parece como si uno no hubiera estado ahí a no ser que haya retratado los objetos y escenarios del lugar.
Cualquiera que viaje por primera vez a Nueva York empleará tiempo y dinero -27 dólares concretamente- en subir al Empire State Building. O en otro caso al Top of the Rocks . ¿Para qué? Una vez arriba, sí, se ve una panorámica muy impactante de la ciudad, y si es invierno, hace un frío horroroso. Pero finalmente, no es nada que no hayamos visto en cientos de películas y series. La experiencia es, en suma, aburrida. Una vez localizados unos cuantos puntos importantes y después de hacer las fotos de rigor, no queda más que bajar y de ahí en adelante tener el poder de decir yo estuve allí.
Durante un tiempo estuve trabajando en un museo cerca de Madrid y allí me percaté de un hecho que nunca ha dejado de sorprenderme. Una gran mayoría de viajeros, de esos turistas que probablemente han empleado mucho tiempo y dinero en visitar un lugar seguramente remoto para ellos y que casi con total seguridad no volverán a pisar en sus vidas, realizaban la visita pegados al visor de su cámara de vídeo o de fotos. La imagen digital y el objeto enviado por correo han sustituido a la propia esencia del viaje que antaño se materializaba en el objeto encontrado y la estampa del natural.
Por otra parte la mayoría de nosotros basamos nuestros viajes en dos actividades, a saber: museos y compras durante el día y fiesta y vida nocturna durante la noche. No es muy diferente de lo que Stendhal o Bowles hacían en sus viajes, pero existe una sutil diferencia.
¿Qué hubiera sido del tan traído y llevado Síndrome de Stendhal si este escritor francés ya hubiera visto todas las maravillas artísticas de Florencia antes de su viaje? ¿Qué hubiera sido de los románticos británicos si los objetos exóticos que importó Byron hubieran podido comprarlos en Amazon?
La sorpresa del viaje, la experiencia de lo remoto, la extrañeza ante el objeto desconocido e inalcanzable se han perdido definitivamente. La experiencia única e irrepetible de observar por primera y última vez en la vida el objeto artístico, el paisaje o la arquitectura han desaparecido gracias a la imagen reproducida, gracias a la facilidad del acceso a la información y al flujo de la misma.
Es mejor y más fácil disfrutar de los detalles de tal pintura en la web del museo donde no hay prisas, no hay turistas ni empujones ni la fatiga del viaje. Es más cómodo y más rápido comprar objetos de otros lugares en internet evitando tener que cargar con ellos o hacer composiciones imposibles para que quepan en un único bulto de mano no facturable. Y la vida nocturna… pues comienza a ser la misma en todos los lugares. Quizá esto no sean afirmaciones sino preguntas.
¿Qué nos queda entonces? Viajar sin ir a ningún lado, sin movernos de casa sentados frente a una pantalla que nos provea de todas aquellas imágenes y objetos que antiguamente era necesario salir a buscar o buscar la experiencia imposible de transmitir a través de un cable de fibra óptica. Interactuar con la gente, disfrutar del tiempo perdido, observar las costumbres mínimas de los que habitan otros lugares y hacerlo hasta que la experiencia el tiempo y el olor de otros sitios pueda viajar por ese cable de fibra óptica. Y entonces sí, cuando eso llegue, no quedará más remedio que resignarse a viajar sin ir a ningún lado. Y quizá eso nos haga tan felices – o tan poco felices- como ir de viaje tal y como lo hacemos ahora mismo.