El pasado diecinueve de marzo envié una carta a mi padre. Me parecía un detalle bonito hacerle llegar un mensaje manuscrito. El Día del Padre era lo de menos. Pertenezco a esa generación de hijos modernos que no celebra santos patrones del consumo y simplemente aproveché la fecha para recurrir al buzón.
Me paso tantas horas delante del ordenador leyendo la actualidad informativa (el muro de Facebook), revistas digitales, blogs; contestando a mis amigos por WhatsApp, a mis compañeros por correo interno; siguiendo el devenir del día a través de Twitter, cotejando mi cotización laboral en Linkedin… que me entran ganas de escribir cartas, de sentarme en una mesa y tener que enfrentarme a 623,7 cm2 en blanco sin la posibilidad de cambiar la tipografía con la que escribo, seleccionar el nivel de espaciado, realizar una corrección ortográfica automática o insertar una mierda sonriendo.
Recuerdo las clases de Historia del instituto. La profesora rellenaba toda la pizarra con esquemas gigantes que mezclaban distintas variables y estructuras sociales. De izquierda a derecha, de arriba abajo, demarcaba siglos enteros con claridad aritmética. Aquellos enormes trazados a tiza conseguían que calase la lección. Me encantaba verla dibujar y explicar una pequeña parte del todo para después contemplarlo. ¡Cien años en un rectángulo negro de dos metros de longitud! ¡Cien años condenados a la extinción por un puto borrador!
Después de este flashback, vaticino que los historiadores futuros dirán que los smartphone propiciaron la moda vintage.
Los historiadores futuros dirán que los Smartphone propiciaron la moda vintage.
El uso prolongado de pantallas digitales te hace amar la artesanía. Tanta evolución tecnológica, desarrollo de los sistemas de comunicación y evolución de las conductas sociales consiguen que desees hacer calceta. No me lo estoy inventando. Hace tiempo que los hipsters dedican sus horas de ocio a pasatiempos ‘abueliles’. El CEO que llega a su casa, aparca el coche de superlujo en el porche y se cambia presurosamente porque llega tarde a la partida de petanca. La directora de recursos humanos que rompe su rigurosa dieta hipocalórica todos los miércoles haciendo pastelitos en el loft. El creador de una oportunista y brillante Start Up que se desahoga cortando madera para su chimenea artificial en Sarrià.
Yo escribo cartas.
Pero llevaba tanto tiempo sin hacerlo que no recordaba exactamente los pasos a seguir. Estaba seguro de la involucración de un sobre, un sello para envíos nacionales y un buzón postal. Pero no podía asegurar que el orden de los factores no alterase el producto. Preguntas tontas: si el cartero siempre llama dos veces, pero a la tercera va la vencida, ¿mi padre recibiría la carta?; ¿si colocas el sello en el margen superior izquierdo es símbolo de ideología política y el actual gobierno quema la carta junto a tus últimos derechos humanos?
En busca de respuestas, me personé en la oficina de Correos más cercana e hice clic en la opción «A» de la maquinita expendedora de tickets porque la B era para destinatarios. Tuve que esperar cuarenta minutos de pie hasta que llegó mi turno. Cuando se iluminó en la pantalla y cantaron el A 127, me acerqué a la mesa y le pedí muy educadamente a la funcionaria libre que me explicara cómo enviar una carta a mi padre por el Día del Padre. Me resumió de mala hostia el proceso, me dio un sobre y me dijo que podía rellenarlo y pagar el franqueo allí mismo mientras señalaba un cartel fijado tras ella:
RECUERDE
- Rotando hacia la izquierda la hoja verá la rectitud de las líneas y sabrá si está torciendo el texto.
- Para seducir al destinatario humedezca el papel con su fragancia personal. Un solo flus bastará; más esencia podría empapar la hoja y volver su contenido ilegible (o marear al lector).
- Si envía la carta manuscrita como parte del proceso de inscripción en una oferta laboral, mime al detalle su letra para que los calígrafos de la empresa no puedan catalogarlo como «presunto homicida».
- Para escribir una carta con tinta invisible exprima un limón. Los zumos de naranja, remolacha o plátano son totalmente perceptibles.
- Durante la redacción de una carta de ruptura las lágrimas deberían brotar instantáneamente. Si no es así, piense que Kiko Rivera se ha pasado a la canción romántica y, a juzgar por el número de descargas y visitas en Vevo, no le va nada mal».
Me alejé unos pasos y escribí el remitente y mi dirección en el dorso del sobre, apoyado sobre un mostrador de mármol con bolígrafos encadenados. Un sobre bastante aséptico, con el papel áspero y el logotipo de nuestros servicios postales estampado. Garabateé también la calle de la casa de mis padres e introduje el pliego de papel que llevaba conmigo en el bolsillo de los vaqueros: la famosa carta.
Hice una señal a la funcionaria simpática que no me dejó colarme para pagar el franqueo. Esperé otros 40 minutos. Cuando llegó de nuevo mi turno, le pregunté si ya estaba todo y me dijo que sí. Le pedí más sobres y algunos sellos para no tener que volver a verle la puta cara. Me dio siete y siete. Le sonreí, le di las gracias y salí de la oficina de Correos.
Me sentí algo nervioso durante el camino de vuelta. Pensé que no le gustaría tanto la carta como le gustaban las manualidades que le traía del colegio en antiguos Días del Padre, o que no entendería mi letra, o que no la entendería el cartero y el vecino alcohólico del quinto fliparía al leer la entradilla de su hijo neonato.
Aunque eso forma parte de la emoción de los servicios postales.
Tu carta puede extraviarse. Tu carta puede perderse en el limbo de los carteros. O llegar a su destino y terminar sepultada bajo un alud de facturas y folletos publicitarios. Hasta que tu padre vuelve de comprar el pan y se le ocurre vaciar el buzón. Y reconoce tu caligrafía, y se descojona con algún párrafo, y guarda tu carta en su caja para manualidades del Día del Padre. Donde no morirá a no ser que la caja arda. Un texto perenne. Sin imágenes ni limitaciones de caracteres, que me representa mejor que cualquier texto que envío al hiperespacio digital. Mejor que este articuento. Un texto firmado de mi puño y letra reales en el que, escribiéndole a él, me he escrito yo.
Puede que todos debamos enviar cartas analógicas cada vez que nos cansemos de las pantallas. Iniciaríamos un movimiento humanístico de autoafirmación del remitente que rebajaría la cotización de Google en Bolsa. Los dueños del buscador nos enviarían correos bomba por Gmail para tratar de disuadirnos y anclarnos al GTalk.
Las explosiones digitales no explotan de verdad, jamás lograrían acabar con nosotros.