Hemos llegado a un punto histórico curioso. Nada nuevo: las civilizaciones cambian y el progreso modifica el entorno. Sin embargo, ahora es probable que cualquiera se pare a reflexionar sobre lo que nos rodea y diga: ¿qué fue antes, el edificio o sus residentes? Esto es: no sabemos si es el urbanismo el que nos condiciona la vida o somos los ciudadanos los que forzamos un tipo de arquitectura concreta. Una relación de siempre confusa que en una época de diseñadores estrella, pero también de avenidas clónicas, se vuelve indivisible.
Habría que barajar decenas de variables (salarios, evolución del trabajo, explosión del ocio, etcétera) para acordar una solución. Jamás estará clara. Ambas fuerzas —habitantes contra inmuebles— se desarrollan en coalescencia. Lo único posible es saber leer los mensajes que nos mandan.
Y estos mensajes tienen su propio lenguaje. Uno que a lo mejor descifran los sociólogos, los urbanistas y, de forma más intuitiva, los vecinos. Por ejemplo: la masificación de centros históricos ha cambiado paulatinamente su topografía, llenándolos de franquicias y eliminando el paisaje autóctono.
Otro: hace 100 años tacharían de loco a quien planificó construir unas vías en medio de las plazas y que pasara un tranvía. Ahora hay quien se queja de que esa plaza vuelva a ser exclusivamente peatonal. No es la consabida máxima de que la historia se repita cíclicamente, sino que el devenir del tiempo sustituye edificios.
Deyan Sudjic, director del Museo de Diseño de Londres, ha intentado resolver el interrogante planteado. Su último libro, El lenguaje de las ciudades (Ariel), viaja por alguna de las urbes principales del mundo y trata de subrayar la identidad de cada una más allá de «una aglomeración de edificios». «No existe una definición de ciudad. Cada una se ha construido con diferentes objetivos», cuenta por correo electrónico.
En la enumeración aparecen Brasilia, Ankara o San Petersburgo como casos de estrategia política y Londres o París como algo concebido para la realeza. No quiere decir que esa meta principal haya ido variando y ahora sean metrópolis donde todo se concibe.
«Las ciudades no son creaciones estáticas, sino que cambian y se desarrollan. Los suburbios se asientan generalmente en barrio alejados y las viejas industrias mueren, expulsando a los residentes de siempre. Para conocer una ciudad hay que saber algo de la gente que vive en ella y de los que la construyeron. Tienes que preguntarte cómo la hicieron y por qué», disecciona en el ensayo.
Hay casos antiguos, como Kioto o Isfahán, en Japón e Irán, que se planificaron como ciudades de emperadores, solo aptas para la nobleza. Ahora, esos templos sagrados son parte de un trazado caótico. Las colmenas de periferia o los precarios asentamientos en otra han ensanchado sus límites y lo que estaba pensado para el caminar meditativo de un monje o las carreras de caballos de un aristócrata son ahora parques donde se come, se ríe o se hace negocio ambulante.
Rodeados de belleza, aunque ni siquiera este valor te asegura la victoria. Cansados estamos de escuchar el cacareado ‘efecto Guggenheim’, que invadió ciudades con polideportivos municipales magnánimos, galerías superlativas o bibliotecas alejandrinas sin un poso que invitara a llenarlas.
La promesa de una afluencia por el mero hecho de la estética se topó con la incomprensión: la montaña no siempre va a Mahoma ni al revés. «Las ciudades que tienen éxito son aquellas que están enraizadas a un clima cultural tan creativo que llena los museos, además de construirlos», declara Sudjic, que habla de cómo Tel Aviv se ha convertido en un centro económico y cultural electrizante cuando hace poco solo era una capital a la sombra con dos diseños de la Escuela Bauhaus.
Todo cambia, decíamos. A las expectativas creadas por los gobernantes o urbanistas se les inserta la idiosincrasia del lugar. Elementos indefinidos que pueden hacer que las cosas funcionen o no. Otras tienen cierta lógica. Por ejemplo, que las viviendas sean cada vez más pequeñas responde a una ecuación sencilla de espacio y número de habitantes.
El 54% de la población mundial vive en las ciudades y se prevé que en 2050 llegará al 66%, según calcula la Organización de las Naciones Unidas. En 2007 ya se superó el número de población urbana a la rural. Ahora, 28 ciudades superan los 10 millones de personas, pero en 2030 serán 40. La Tierra, siguiendo esta evolución, se enfrenta a dos retos: aumentar la habitabilidad y aumentar las zonas de cultivo para alojar a los 3.000 millones de personas más que habrá a finales de siglo.
Y deriva en otros tantos: un necesario cambio de paradigma en los transportes, adecuándose a lo renovable y menos contaminante; una capacidad de recibir migraciones masivas; y aprender a proteger lo propio ante el peligro de la homogeneización.
¿Cómo será este impacto globalizador y turístico? «Es cierto que todas las ciudades están pasando a ser iguales, pero los planos romanos —desde Libia hasta York, en Inglaterra— también son muy parecidos. Y en muchos núcleos se repite el patrón de barrio griego o barrio judío. Lo peor no es tener un Starbucks o un Pizza Express en cada esquina, sino la apropiación del centro por parte de grandes inversores que suben los precios, empujando a otras zonas a quienes no pueden permitírselo. Y que cada vez menos ciudades captan la atención para las finanzas, la tecnología o el cine», avisa Sudjic.
En cuanto al otro apartado de la pregunta, su dictamen es claro: «Estamos en un punto de saturación del turismo. La gente clama contra plataformas como Airbnb y empieza a ser molesto para residentes y visitantes. Habría que pensar en cierto tipo de turismo como si fuera polución».
En este sentido, el arquitecto Eugeni Bach, coautor junto a su pareja Anna del libro Más vivienda por menos (Catarata) cree que todavía está por perfilar el desenlace de esta vorágine. «Vemos que el transporte muta y los centros de las ciudades se van cediendo a la ciudadanía, pero también que empieza a haber procesos de participación que pueden servir solo para salvar la cara de los ayuntamientos», comenta. «Porque esto no puedes dejarlo en manos de no entendidos. Los ciudadanos tienen que ser clientes —demandar lo que quieren, exigir servicios—, pero no arquitectos».
Además, el arquitecto barcelonés nota cómo los destinos preferidos por el viajero empiezan a ser un centro comercial al aire libre y cuenta cómo en China se están planteando calcar algunos monumentos y distritos famosos para que sus ciudadanos puedan fotografiarlos como si estuvieran allí, pero sin el incordio de los vecinos y la muchedumbre.
Quizás sea una ocurrencia, pero no suena tan disparatado viendo que en 2016 ya eran 1.235 millones las personas que viajaban pernoctando a otras ciudades o países. París ya espera que 10 millones de cámaras se detengan cada año frente a La Gioconda. Lo mismo pasa con Roma, que registrará una cifra similar de lentes bajo la Capilla Sixtina. Para España, por ejemplo, representa el 16% del Producto Interior Bruto. Y así como ha habido arquitectura contra los ‘sintecho’ colocando pinchos en aceras o troceando los bancos, guetos cerrados a trabajadores que no se mezclaran con las clases medias o una gentrificación de barrios bohemios y populares, la gran amenaza radica en el rechazo. «El temor es que aflore la xenofobia», sopesa Sudjic.
Para él, este espacio colosal, auténtico y orgánico que significan las ciudades solo prosperará si se cimenta en la tolerancia. La búsqueda de la riqueza huyendo del campo, la promesa de libertad y el sueño de un nuevo comienzo —valores ya incluidos en el adn de las urbes— dependen de esa extraña relación entre ciudadanos y edificios.
«Una ciudad con éxito es la que deja espacio para las sorpresas. Una ciudad que ha quedado congelada por la gentrificación excesiva, o por demasiados centros comerciales, tendrá problemas para generar la chispa esencial para funcionar. Las ciudades que trabajan mejor son las que mantienen sus opciones abiertas, las que permiten posibilidad de cambio. Esas que dependen de una democracia que supone algo más que votar», escribe en el libro. «El resto es un complejo residencial o un cuartel militar». Habrá que saber leer sus mensajes subterráneos y dejar que fluya esta sinergia misteriosa e irresoluble.
«el arquitecto Eugeni Bach, coautor junto a su pareja Anna del libro» ¿y el apellido de Anna? ¿por qué en segundo lugar Anna? ¿¿ No sería mejor decir «los autores …. que además son pareja» ?? #timesup