Una mujer dorada (¿o era plateada?). Obreros con la cabeza gacha bajando a los infiernos del trabajo alienante mientras ricos próceres suben a jardines flotantes a perseguir ninfas. Maquillajes expresivos y expresionistas. Ascensores. Fábricas. Hornos con boca y dientes. Torres de Babel importadas desde el futuro.
Han pasado casi cien años desde su estreno y aún hay muchos fragmentos, muchos planos y muchas secuencias de Metropolis que permanecen firmemente anclados en el consciente y el subconsciente colectivo de los espectadores. Por supuesto, la imagen epitómica del filme es esa mujer dorada, ese ginoide hipersexualizado llamado Maria (¿o era Futura?) e interpretado por una Brigitte Helm que tenía que beber por una pajita, la pobre mujer, porque apenas podía mover los brazos. Cosas del diseño de vestuario de aquella época.
Sin embargo, pese a que también es de 1927, hay algo en el filme dirigido por Fritz Lang que sigue vigente en más de un sentido: la ciudad. Está en el nombre y en el cartel. Está en mil homenajes, parodias y recreaciones. La metrópolis de Metropolis es una urbe eléctrica y vertical, aérea y en movimiento perpetuo. Estratificada en un gradiente visual tan evidente y tan lógico como el del cielo y el infierno: lo que está abajo es oscuro, ruidoso y espeso y lo que está arriba es leve y vaporoso.
Se diría que tanto Lang como los diseñadores de producción Karl Vollbrecht –quien figuraba en los créditos con el autoexplicativo cargo de Filmarchitekt–, Erich Kettelhut y Otto Hunte imaginaban el escenario urbano de un futuro opresivo y, de algún modo, ese era el leitmotiv de la película. Sin embargo, lo que en realidad estaban haciendo era plasmar en cartón y maqueta algunas de las investigaciones arquitectónicas más relevantes del presente. De su presente.
Para empezar, el futurismo simbólico de la temática abraza el futurismo estilístico que el arquitecto italiano Antonio Sant’Elia había definido en 1914 en su Città Nuova. La diferencia, y es una diferencia notable, es que, si bien los bocetos y las maquetas del arquitecto y del filme son extraordinariamente similares, Sant’Elia abrazaba el futuro con alegría vanguardista, mientras Metropolis parece prevenirnos contra él.
Pero como señalábamos antes, no es la única fuente arquitectónica coetánea de la que bebe directamente la película. El expresionismo de Bruno Taut está presente en ángulos y cúspides. El perfil art déco de la Nueva York de los primeros rascacielos, y que Merian Cooper haría protagonista seis años más tarde en King Kong, es prácticamente el skyline de Metropolis. Y en cuanto a la estratificación, en agosto de 1925, la revista Popular Science publicaba un reportaje sobre el urbanismo y la arquitectura de lejano 1950.
El resultado no podía ser más parecido a la ciudad de la cinta de Lang: urbes colosales pobladas por rascacielos de más de ochocientos metros con varias plantas de aparcamiento en los sótanos, redes ferroviarias y automovilísticas surcando el subsuelo, autopistas cruzadas en nudos a distintos niveles y hasta sistemas personales de transporte y entrega de mercancías.
En efecto, esa descripción se ajusta a la urbe de Metropolis, pero, seamos honestos, también es la de casi cualquier gran ciudad contemporánea. Los nudos de autopista son similares, las redes de tren y metro horadan el subsuelo a diario, los parkings subterráneos ocupan plantas y plantas bajo calles y edificios, y los rascacielos superan los cuatrocientos y los quinientos metros de altura. De hecho, el Burj Khalifa de Dubái llega hasta esos ochocientos metros que anticipaba el reportaje.
¿Pero es esta ciudad del presente la ciudad del futuro? Pues es bastante improbable. Aunque ha formado parte de un montón de distopías literarias y cinematográficas, la ciudad del transporte vertical es virtualmente irrealizable por imperativo económico y, de hecho, la propia ciudad vertical ha sido puesta en jaque por la pandemia. La explicación es sencilla: la ciudad vertical se define por su hiperdensidad y es precisamente esta hiperdensidad la que favorece la transmisión, y también la concentración, de enfermedades.
Obviamente, las ciudades no van a desaparecer porque los seres humanos solo sabemos vivir juntos, pero tenderán a convertirse en ecosistemas de coexistencia. La segregación vertical es esencialmente inviable y la horizontal, por mucho que Le Corbusier la vendiese como herramienta principal del planeamiento urbano moderno, ha resultado ser contraproducente. Los bloques de viviendas aislados de las calles comerciales, y a su vez separados de los nodos de transporte, han producido algunos de los suburbios más degradados del mundo. Piensen en los projects de Baltimore o en los barrios obreros construidos en la Europa del este durante los años del Telón de Acero.
Esta segregación por usos no es la única culpable de la existencia de suburbios urbanos degradados, claro. De hecho, ni siquiera es la principal, pero comporta un problema grave: que toda segregación acaba confluyendo en una segregación económica y social.
Por eso, la ciudad del futuro debe ser amable y cohabitable. Por supuesto que los centros urbanos tenderán a la peatonalización, pero no puede ser a costa de convertirlos en parques temáticos de turismo y consumo. Por supuesto que los bulevares y los ensanches deben dar servicio al parque móvil, pero no puede ser su única prioridad. Porque la ciudad del futuro –la ciudad eléctrica– no puede servir a solo unos pocos que toman el sol en los áticos y miran hacia abajo tras los ventanales impolutos de relucientes edificios corporativos. La ciudad eléctrica tiene que vivirse por todos. Tiene que vivirse a ras del ser humano.