El discurso populista y la proclama manipuladora es un invento antiguo. Ya lo bordaron Bruto y Marco Antonio tras la muerte de César. O el propio Enrique V en la batalla de Azincourt cuando pronunció la arenga de San Crispín, si nos creemos los textos de Shakespeare.
Pero por mucho que nos duela reconocerlo, el verdadero genio del discurso populista fue el hombre que desató la mayor tragedia de la historia: Adolf Hitler.
Hitler trabajó como nadie la oratoria. De hecho, durante su estancia en Viena, solía asistir de forma clandestina a las reuniones de los partidos socialistas y comunistas para aprender sus técnicas de persuasión.
Más adelante, comenzó a ensayar sus propios discursos delante del espejo para aprender a enfatizar sus palabras con la expresión corporal, como si de un director de orquesta se tratase. De hecho, existe una numerosa documentación gráfica de estos ensayos gracias a las instantáneas que realizo Heinrich Hoffman, fotógrafo personal de Hitler.
En aquellos ensayos, como más tarde en las tribunas del Reich, siempre comenzaba hablando en voz baja, como asustado ante la abrumadora responsabilidad que había caído sobre sus hombros. Después se iba creciendo, dando con ello la sensación de que eran sus propias palabras las que le alentaban. Finalmente, terminaba casi a gritos, en una mezcla de irritación y poder, para mostrar su misión como algo inexorable.
Pero como mejor podemos explicar las normas de este manual populista, es ejemplificándolas con las propias palabras del Führer, sacadas de sus más famosos discursos.
1. Convierte al «Pueblo» en la razón fundamental de toda decisión política.
«El fin más preciado que tenemos en el mundo es nuestro propio pueblo. Y por ese pueblo y por el bien de ese pueblo vamos luchar y pelear y nunca ceder, nunca cansarnos, nunca perder el valor y nunca perder la fe».
2. Idealiza el pasado.
«Cuando vemos atrás nuestra historia nos sentimos avergonzados de la manera en que vivimos hoy».
3. Culpabiliza a los de antes.
«Todo fue instigado y conseguido y toda la responsabilidad recae sobre las personas que firmaron el tratado de 1918».
4. Fomenta el victimismo.
«Queremos la paz, pero rechazamos esta opresión continua».
5. Dale al presente una dimensión histórica.
«El gran momento apenas comienza. Alemania ha despertado».
6. Aduéñate del futuro.
«Podemos estar felices de saber que este futuro nos pertenece enteramente».
7. Promueve las manifestaciones.
«Y otra vez en pueblo vendrá y se fascinará nuevamente y dichoso y se motivará por la idea y el Movimiento se alimentará dentro de nuestro pueblo».
8. Exige el sacrificio ajeno.
«Cuando te sacrificas por tu comunidad, entonces puedes ir con la cabeza en alto».
9. Jerarquiza por nivel compromiso.
«Hay siempre una parte del pueblo que sobresale como luchadores realmente activos y más se espera de ellos que de millones de compatriotas camaradas de la población en general».
10. Y tras todo esto, cuestiona las instituciones.
«¡El Estado no nos ordena!… ¡Nosotros ordenamos al Estado!».
Otro aspecto que Hitler dominaba a la perfección, y que es imprescindible para todo populista que se precie, es el control de la pausa. El dictador sabía que el silencio enfatiza el pasado y crea expectación sobre el futuro. Su longitud te señala la importancia de lo que acabas de escuchar y te prepara para recibir con atención la siguiente frase.
Si escuchas un discurso de Hitler, pese a no hablar ni una sola palabra de alemán, sabrás perfectamente cuándo está diciendo algo importante e incluso cuándo deberás aplaudir. Porque en las arengas del Führer, el ritmo y la entonación funcionan como en una sinfonía, con grandes cambios de intensidad y contraste entre movimientos.
Con estas normas tan sencillas, el líder del Tercer Reich fue capaz de embaucar a toda una nación en pos de una alucinación suicida. Pero lo más aterrador no es que lo consiguiera. Lo más aterrador es que aquella estrategia, todavía hoy, siga funcionando.
La batalla que nos narra Shakespeare en Enrique V sucedió en el día de San Crispín,
no en el día de San Quintín.
Javier.