El fuego destruyó la casa de madera. En un rincón entre las cenizas la joven encontró una fotografía descolorida de una mujer joven con una niña. El fuego había consumido la mitad del retrato. El cine adora escenas como esta.
Algunas películas intentan forzar la lágrima con primeros planos de retratos fotográficos dentro del caos y la destrucción. Frente a los primeros planos, los contraplanos de los personajes más cansados de la vida que tristes por lo perdido.
Esas fotografías son, por fuerza, pequeñas y sin marcos aparatosos. Al ser pequeñas, la película resalta la idea de que el personaje quiere atrapar el recuerdo. Para los personajes, los retratos son contenedores de tiempos felices.
En la trinchera, el soldado contempla —quizá por última vez— el retrato de una joven esposa. El pistolero taciturno abre un reloj de bolsillo que contiene la imagen de una dama mirando a la izquierda. (Siempre a la izquierda: esta dirección parece apuntar al pasado). En un salón de té, una señora de gesto agrio oculta en el broche el retrato de un aventurero. (Esto lo sabremos luego, en la intimidad de su alcoba de soltera). Una instantánea Polaroid recuerda al inspector de homicidios alcohólico que una vez tuvo esposa e hijos.
El público que conserva recuerdos analógicos reconoce la melancolía que invade a los personajes de ficción ante las fotografías ajadas por el tiempo, el manoseo o el fuego. Llega un momento en el que la memoria falla y para esos personajes un retrato es quizá la única prueba de que antes las cosas eran de otra manera.
Cabe preguntarse si en el siglo XXI ha decrecido el apego a los retratos de personas. Vivimos un tiempo de involuntaria acumulación de imágenes digitales. Imágenes en las que apenas reparamos un par de segundos. Llegan al correo electrónico o la mensajería instantánea imágenes que los aparatos y las aplicaciones archivan de manera automática.
Estas aplicaciones, pasado un tiempo, envían notificaciones al móvil así: «Recuerda un día como hoy…».
En los recuerdos hay fotografías de helados, pies, gatos, monumentos, memes, sobrinos, mamá echándose la siesta, Halloween, chapuzones, gente desconocida. Imágenes que permanecen hasta que llega un aviso de límite excedido obligando a borrar unas cuantas. (La borrosa no, esa no, que recuerda cuando estuviste allí).
Nuestros padres, abuelos y quienes los precedieron consideraban las fotografías como tesoros por la escasez.
El correo electrónico, las redes sociales, los móviles crean una sensación de omnipresencia de los demás a través de sus imágenes. Ya no vale decir que una imagen vale más que mil palabras. Mil imágenes no pueden sustituir a un puñado de palabras: «¿Qué me cuentas?», dice un amigo a otro, porque las imágenes en las redes a las que ha dado «me gusta» no cuentan verdades.
Las imágenes ya no contienen una verdad absoluta del tipo «aquella persona fue real» y lo que sucedió con ella. Como ocurre con lo que se da en exceso, han perdido la magia. Los amantes modernos no necesitan concentrarse en una fotografía borrosa. Ninguna fotografía puede atrapar el alma, sino que un simulacro del alma de cada persona está desperdigado entre mil y un retratos.
Pero la verdadera cuestión no es la poca o nula importancia que demos a las imágenes de las personas queridas, sino si es un síntoma de desafecto hacia esas personas.