Los fajos de billetes son algo tan sucio como deseable. Pero esos rollos de dólares apretados con una goma, que los detectives arrojaban sobre el despacho de algún funcionario corrupto para conseguir cierta información, ya son parte del pasado.
La repugnancia a tocar el dinero crece con la cantidad de dinero misma. Así, cuanto más cara es la cuenta de un restaurante menos probable es que se pague en efectivo.
La civilización lleva intentando huir del contacto con el dinero desde su invención. Primero se popularizó la expresión “vil metal” para referirse a las monedas, y para evitar ese contacto tóxico se inventó el bank note (el billete, vaya) que inicialmente era muy parecido a los cheques, también en peligro de extinción hoy día. Y mucho más tarde llegó la tarjeta de crédito o de débito. Pero pronto también su uso será estigmatizado.
La transferencia bancaria es un clásico inmaterial, pero no son pocos los que señalan que esas 48 horas que transcurren entre la emisión y la recepción del dinero (sin ninguna razón técnica que lo justifique) generan miles de millones de dólares anuales a los bancos en concepto de intereses. Si las transferencias fueran instantáneas, los mercados secundarios de deuda no fluctuarían con la alegría a que nos tienen acostumbrados.
¿Se imaginan un mendigo con un lector de tarjetas en el sombrero? Hay cosas para las que habitualmente se reserva el dinero en efectivo. Las limosnas, las mesas de póker, la adquisición de drogas (ningún camello acepta American Express) y las prostitutas. Aunque muchas usan tarjetas, lo cierto es que la tendencia es volver al efectivo (también conocido como “metálico”), pues no pocos matrimonios se han roto por una mirada indiscreta o casual a los extractos bancarios.
La tecnología de proximidad es la siguiente frontera. Todos llevaremos tarde o temprano un dispositivo diminuto con nuestra identificación, datos médicos relevantes y saldo disponible. Al pasar por caja con nuestras compras el sistema realizará la transacción. La identidad se verificará de manera instantánea con cualquier aplicación de reconocimiento facial (ya hay varias disponibles para iPhone y Android).
Son cinco las compañías que se disputan o han disputado el control inmaterial de nuestras carteras: Ecash, Beenz, Flooz, E-gold (esta última respaldaba su moneda con una reserva REAL de oro, pero en 2008 tuvo que cerrar por acciones legales contra ella en EEUU). Y la quinta, que es la reina, se llama BitCoin. Ofrece un maravilloso mundo de posibilidades delictivas, y preocupa a los gobiernos, que no ven la manera de atajar su imparable crecimiento. No declara impuestos, no se puede rastrear, y es ideal para el blanqueo de capitales o para muchos otros divertimentos perseguidos por la Interpol.
Silk Road es una tienda que satisface todas las necesidades químicas recreativas. Vendedores individuales de todo el mundo ofrecen allí todas las drogas del alfabeto, desde Speed, éxtasis, TCP, cristal, incluso heroína. Todo. El usuario lo va poniendo en el carrito de la compra virtual, y te envían el paquetito tóxico a la puerta de casa, en un discreto embalaje marrón.
¿Cómo es posible? Porque Silk Road no funciona con tarjetas de crédito, sino con BitCoins. Todas las compras son públicas, pero no llevan asociado ningún nombre ni dirección física. El lector que diga “bueno, no es que esté interesado, pero sólo por curiosidad, ¿cuál es la dirección?” No es tan sencillo, amigos. La cadena de la URL sería de tipo aleatorio, algo así como http://jsdgkgs8ghf.dd_sksg$$%/index.php .
Las conexiones se realizan mediante un protocolo de anonymizer llamado TOR que necesita ser configurado en el ordenador de cada uno para enmascarar de dónde viene la conexión. Para ello basta con ser un poco nerd, pero el premio es conseguir la peor pesadilla de los camellos de barrio tradicionales, que perderán sus empleos de toda la vida y engrosarán las estadísticas del paro.
La cara oscura es que con BitCoin nunca se sabe cuanto se está pagando por lo que se está obteniendo. El valor de un BitCoin fluctúa constantemente en función de las operaciones que se hagan a nivel global, como si estuviéramos apostando en el parquet de cualquier bolsa de valores (Frankfurt, Nasdaq, etc.). Más información en su estupenda web, que además lleva la extensión ORG, como si se tratara de una oenegé, lo que no deja de tener su gracia.
Al lector más travieso ya se le habrá ocurrido que este ingenioso sistema también sirve para comprar armas, explosivos, o agentes biológicos para desencadenar un ataque terrorista. He ahí el verdadero problema para los servicios de inteligencia. El problema de no poder desencriptar los mensajes de las Blackberry es un juego de niños comparado con esta amenaza.
No estamos recomendando el uso de esta web, ni profundizar en conocimientos y habilidades perseguidas por el Pentágono, y aprovechamos para recordar los lectores que el consumo de drogas no es bueno para la salud.
Luego no digan que no se lo advertí.

Antonio Dyaz es director de cine

Artículo relacionado

Último número ya disponible

#142 Primavera / spring in the city

Sobre nosotros

Yorokobu es una publicación hecha por personas de esas con sus brazos y piernas —por suerte para todos—, que se alimentan casi a diario.
Patrick Thomas

Suscríbete a nuestra Newsletter >>