La envidia puede ser un tema sobre el que escribir, pero rara vez es un motivo para escribir. La envidia consume tiempo e Internet ofrece muchas posibilidades.
Federico L. y el tiempo creativo
7:30 H
El teléfono inteligente despertó a Federico L. Escribía reseñas para la sección de cultura de un periódico local y el próximo evento estaba previsto para las seis de la tarde del día siguiente. Realmente, no necesitaba levantarse temprano.
“Hoy daré un impulso a mi novela”, pensó aún entre las sábanas, como cada mañana, desde que decidió levantarse a las 7:30 el verano pasado.
Antes de poner un pie en el suelo, Federico echó un vistazo a Facebook y a Twitter. (“Twitter recién levantado es el «cigarrito de la mañana» de los que no fuman”, escribió en un tuit que consiguió media docena de retuits para su satisfacción). Una noticia en el muro de Facebook le sentó como una patada en el estómago:
«Pepe Rivero en Hollywood. Su primer largometraje americano contará con grandes estrellas».
“Hijo de puta”, se le escapó a Federico L.
Se vistió deprisa, ató mal los cordones de las deportivas, dejó que la leche saliera del cazo, quemó las tostadas y con los portazos a los muebles de cocina despertó a su madre, jubilada cuatro años atrás.
—¿Por qué haces tanto ruido? —la madre asomada a la cocina.
—Hoy no me encuentro bien.
—¿Qué te pasa?
—Tonterías —y pudo dejarlo ahí, pero necesitaba justificarse—: Un tonto que conozco está ahora en Hollywood.
—¿Lo conoces?
—Vive en el barrio de al lado —dijo.
La madre supo que su hijo no conocía al tipo que maldecía.
—Lo que tienes que hacer es ponerte a trabajar y dejar de pensar en los demás —no era la primera vez ni la última que la madre zanjaba discusiones así.
8:15 H
Federico L. se llevó el café y las tostadas a la mesa del PC. Abrió el archivo de la novela que empezó a escribir el verano pasado y redactó tan rápido como sus dedos y su malestar le llevaron, pero escribía tanto como eliminaba.
8:25 H
Escribió, borró, volvió a escribir y de todo quedó media página.
Releyó lo que había escrito. No estaba satisfecho con el resultado.
“No puedo permitirme esta mierda”, se dijo.
En total tenía veinticinco páginas desde el verano pasado. Veinticinco páginas en siete meses.
“Joyce escribía siete palabras al día“, se consoló, aunque lo más probable es que se tratara de una leyenda.
Fue a la despensa, se preparó un té, cogió dos magdalenas.
8:45 H
“Bueno, será mejor que haga algo”, se dijo Federico L.
Abrió Facebook y leyó más noticias sobre el largometraje de Pepe R. El nuevo director había enlazado la noticia del Hollywood Reporter en su muro y los conocidos comunes lo habían compartido y comentado.
“Pelotas”, pensó Federico L. “¿Por qué nadie tiene huevos de decir la verdad?”
11:30 H
Sesión privada en el navegador para ver vídeos de transexuales asiáticas.
12:42 H
«Mamá, necesitó entrar en el baño», dijo Federico.
12:50 H
Click en anuncio de Facebook:
“Las mujeres feas también necesitan sexo”.
12:59 H
Click en “Todas tus vidas están completas. Sigue jugando”.
13:51 H
Federico al teléfono.
—¿Has leído lo de Pepe Rivero? —dijo Federico.
—Un tío con suerte —dijo Manu, un guionista de vídeos corporativos.
—Desde luego. Su primer corto era una mierda.
—¿Lo has visto?
—No, ¿y tú?
—No, pero me han dicho que es una mierda.
—Aquí copias a Polanski y nadie se da cuenta.
—¡Sí! Y luego va y hace un largo de putas y maricones, y ya está, a Hollywood.
—Dejan entrar a cualquiera, Fede.
—Sí, es lo que pasa.
—Tú y yo es que somos unos clásicos, Fede. Y ahora lo que se produce es mierda. Teníamos que haber nacido en América cuando se hacían películas de verdad.
—Bueno, Manu, nosotros a lo nuestro; a nuestras cosas, que lo de este tío es una moda.
14:22 H
Federico visitó “los foros del mundillo” para ver qué decían sobre Pepe R. Había comentarios favorables y contra el director. Federico tenía artillería pesada:
“Mirad lo que he encontrado. Es su blog”.
Un blog que no se actualizaba desde 2007.
“Yo no entiendo que un tío que escriba así vaya ahora a trabajar con…”
Algunos foreros le dieron la razón. Federico se envalentonó y escribió un nuevo comentario:
“Cuando uno tiene padrinos, es lo que pasa. Por eso está allí. La verdad es que trabajar en Hollywood no es complicado. Allí la gente es superprofesional y si tienes una duda, lo dices y te lo hacen. Tú al final solo tienes que poner el nombre”.
15:00 H
—¡La comida está en la mesa! —la madre de Federico.
—Espera, mamá, estoy acabando algo —intentando superar una fase de un juego de Facebook.
“Vaya día de mierda”, pensó.
Joaquín S. y el tiempo creativo
7:00 H
Joaquín S. procuró no despertar a Lola, su mujer. Ella pasó la noche de guardia en la farmacia. Por eso Joaquín cogió el móvil y detuvo la alarma antes de que sonara. Tomó café y tostadas mientras miraba cómo las dos gatas dormitaban en el sofá.
Fue al dormitorio del pequeño Iván y le despertó.
—Hoy te llevo yo al cole —dijo Joaquín.
Preparó el desayuno del pequeño, lo llevó a la escuela y se dirigió a su trabajo como profesor de educación plástica y visual y sustituto de historia y cultura de las religiones. (Un tema que apenas conocía, pero que había comenzado a estudiar para impartir las clases con seguridad).
9:30 H
La primera clase.
10:30 H
La segunda clase.
11:30 H
Café en la sala de profesores.
Joaquín estaba sentado pensando en sus cosas. Las piernas de Marta, profesora de matemáticas, llamaron su atención un momento, mientras ella espera la salida del café de la máquina. Sonó una notificación de móvil.
—Ay, mi madre, desde que descubrió el Whatsapp —dijo Marta acercándose a Joaquín con el café.
Joaquín sonrió.
—Con treinta y cinco años y piensa que todavía soy una niña —dijo la profesora de matemáticas.
11:42 H
“¿Iván ha desayunado bien?”, fue el mensaje de Whatsapp que Joaquín recibió. Contestó con un escueto: “Sí” y el icono de la carita amarilla dando un beso. Vio en la barra de estado el aviso de un mensaje entrante de correo electrónico, pero lo ignoró.
15:30 H
Joaquín S. recogió a su hijo de la escuela. Volvieron a casa.
Marta no estaba. Trabajaba en la farmacia hasta las diez de la noche. Había preparado macarrones con tomate para el marido y el pequeño. Joaquín y el niño comieron viendo Peppa Pig.
17:00 H
Iván fue al patio con el hijo de la vecina, y la vecina.
“Bueno. Una horita”, pensó Joaquín. Abrió un archivo de word por la página 397. Era su tercera novela. Las dos primeras no fueron publicadas. Joaquín había trabajado como guionista para una productora de programas para televisiones autonómicas, y de cuando en cuando recibía ofertas, pero las rechazaba. No quería formar parte de un “matadero de talento”, como llamaba a las productoras de programas, parafraseando a uno de sus escritores favoritos.
Aunque en principio tenía una hora, no podía asegurarlo. Quizá Iván subiera antes (dependía de Iván y de la vecina y el hijo de la vecina), aunque era poco probable. En cualquier caso, no quería desaprovechar la hora. Y no quería distracciones. Puso una alarma de treinta minutos con un objetivo sencillo: no parar de escribir hasta que sonara la alarma.
Durante esa media hora no contestaba al teléfono, no miraba Internet, no respondía a mensajes de Whatsapp —excepto los de su esposa, a los que había puesto un tono especial, pero ella rara vez escribía a no ser que fuera “necesario”. Y si esto sucedía, comenzaba la alarma desde cero. (Leyó que Chuck Palahniuk escribía con este método).
17:30 H
Había escrito dos páginas. Sin prisa, pero sin pausa.
Puso otra alarma de media hora.
18:00 H
Joaquín puso otra alarma para otro periodo de escritura.
18:27 H
Dos páginas más.
La vecina devolvió a Iván a la casa.
—Ahora los deberes, ¿no? —dijo Joaquín—. Dijiste que los harías después de jugar en el patio.
18:30 H
Iván hacía los deberes, y Joaquín consultaba las redes sociales en su teléfono móvil. Encontró en el muro de Facebook la noticia sobre Pepe R. y su fichaje por una productora de Hollywood. Joaquín frunció el ceño. Escribió el corto que dio a Pepe R. fama en los festivales nacionales; un trabajo alabado por los jurados como una historia con referencias al primitivo Polanski.
“Felicidades, Pepe”, escribió. Obtuvo como respuesta un “Me gusta” de Pepe. Lo consideró un momento: realmente Pepe lo merecía. Tenía talento. Aunque no hubiera escrito aquel corto, era un buen director.
Leyó otro puñado de mensajes, de amigos y conocidos, vio vídeos recomendados, consultó su correo electrónico y escribió a su mujer un mensaje de Whatsapp:
“Qué te gustaría para cenar?”
Hizo todo esto mientras Iván preguntaba las dudas sobre los enunciados de los ejercicios.
19:20 H
Joaquín ordenó un poco el salón y la cocina.
20:00 H
Aprovechando que Iván jugaba con su tablet —regalo del tito—, Joaquín releyó en su teléfono las últimas páginas de la novela que había escrito esa tarde. Era un hábito que adquirido hacía tiempo. Si encontraba un hueco, retocaba alguna frase o sustituía una palabra que no le acababa de convencer por otra más adecuada. Estaba seguro de que antes de una semana daría fin a su obra. No quería precipitarse, pero sabía que así sería. Aún no había puesto título definitivo, manejaba varios.
Siete meses antes
Joaquín se propuso dormir la siesta, pero una idea le rondaba la cabeza, la puso por escrito y se la pasó a su esposa:
Daniel M. es un treintañero que pasa el día sin hacer nada, viviendo de sus padres y de su novia, una dependienta de zapatos. En cierta ocasión ganó un premio de cuentos de un ayuntamiento, y por esto se presenta a sí mismo como “el nuevo Hemingway” en cuanto tiene ocasión. Hay otro escritor, Andrés P., que trabaja como reponedor, y que cada tarde escribe dos o tres páginas de una saga de fantasía. Se han visto tres o cuatro veces en varios años, pero Daniel no puede soportarlo.
La historia comienza cuando una editorial local publica una novela de Andrés P., el reponedor. Daniel M. lo sabe por Internet y las redes sociales, y coge asco al que ha publicado. Daniel pasa horas en los foros y Facebook y Twitter desacreditando a Andrés. Lo hace con nicks inventados. Seguir a Andrés y hablar mal de él se convierte en un vicio que consume a Daniel y afecta a su vida.
—Eres tú —dijo la mujer.
—Bueno, intento dejar todo eso —dijo Joaquín—. He perdido mucho el tiempo pensando en lo que los demás hacían…
—Demuéstramelo. Acaba esto. No te digo ya ni que lo vendas. Solo eso, acábalo.
Esa misma tarde, Joaquín S. se puso la primera alarma de treinta minutos para escribir sin interrupciones.