Cuando nos hicieron creer que fumar era feminista

29 de noviembre de 2017
29 de noviembre de 2017
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En marzo de 1929, en Nueva York, se lleva a cabo el tradicional desfile de Pascua. Pero aquel año tiene poco de tradicional. Un grupo de bellas mujeres inesperadamente encienden un cigarrillo durante la marcha ante la estupefacción del resto de congregados.

En aquel entonces, únicamente fumaban el 5% de las féminas y hacerlo en público constituía una trasgresión inaudita. Algunas propuestas de ley, como la del distrito de Columbia, intentaban prohibir a las mujeres fumar en espacios abiertos.

Los flashes apuntan a esas jóvenes, que aseguran altaneras que sus pitillos son «antorchas de la libertad» y que con ellos reivindican su derecho a la igualdad. Las imágenes inundan los rotativos, a rebufo del movimiento sufragista que nueve años atrás había logrado el voto para las mujeres.

Ellas reclamaban sus derechos apropiándose del símbolo fálico que emanaba humo y que les era vetado. Hasta aquel momento, apurar un cigarrillo era coto de la feminidad marginal, en concreto de las prostitutas, que al habitar en los aledaños de la sociedad bien pensante podían arrogarse prerrogativas masculinas.

Durante años, los «vicios» asociados al placer como beber y fumar, y por supuesto, el fornicio, eran símbolo de virilidad y se convertían en una mácula irreparable para el bello sexo. Un cigarrillo y un vaso de bourbon se erigían como el atrezzo que catapultaba la hombría.

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Sin embargo, la mujer que perdía los papeles por coquetear con los efluvios etílicos era una variante discordante que no encajaba en el encorsetado traje de docilidad que debía lucir una dama. Lo mismo ocurría con el cigarrillo, que si bien era más inofensivo pues no alteraba la conducta, provocaba que las mujeres flanquearan un terreno hedonista que las alejaba del que las definía: el del sacrificio entregado y dichoso hacia su familia.

Alcohol y nicotina se relacionaban con el ocio, con ese momento de desconexión que merecían los hombres y que acaso podría resultar subversivo si se adentraba en los confines de la feminidad.

Aquel gesto de las ufanas feministas en el desfile de Pascua convertía el tabaco en un conato de rebelión, que era justamente lo que se pretendía, pues aquel mediático movimiento en pos de la calada igualitaria fue orquestado por un hombre: Edward Bernays. Él fue el padre de las relaciones públicas y el primero en aplicar técnicas psicológicas a la publicidad. De casta le venía al galgo, pues era el sobrino de Sigmund Freud.

Meses antes Bernays se había reunido con George Hill, presidente de la American Tobocco Corpotarion, que anhelaba expandir el mercado de consumidores de nicotina y sabía que el único modo era llegar a las mujeres. El tabú que pendía sobre las fumadoras no era bueno para el negocio. Y en esas, Barneys se propuso convertir la prohibición en reivindicación. El publicista elaboró la campaña y alertó a los medios de comunicación de la presencia de aquellas fumadoras, que eran modelos contratadas por su agencia. Consiguió el efecto anhelado: derrumbó el viejo paradigma que impedía a las mujeres fumar y asoció la bocanada de humo a un nuevo concepto de fémina.

[pullquote ]Una mujer que sucumbe hoy en día a los fútiles vicios sigue siendo más denostada de lo que lo es un hombre por hacer lo propio[/pullquote]

Parecería que casi un siglo después de aquella mítica manifestación, podríamos respirar aliviados —o toser a causa del cigarrillo— agradeciendo a Barneys habernos liberado de un tabú, fuera por la razón que fuera. Nos estaríamos precipitando. Aquella publicitaria emancipación cambió la apariencia, pero no la forma. Una mujer que sucumbe hoy en día a los fútiles vicios sigue siendo más denostada de lo que lo es un hombre por hacer lo propio.

En los países árabes que se rigen por la sharia, las mujeres son condenadas por fumar en público y las penas no son precisamente livianas. Sin necesidad de viajar a otras latitudes, recientemente en nuestra piel de toro una campaña del Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad, advertía a los padres que el consumo de alcohol en sus hijas provocaba un mayor número de «relaciones sexuales sin protección o no consentidas». En cambio, los riesgos para los vástagos consistían en daños físicos y conflictos familiares.

La campaña fue retirada por machista, un lacerante oxímoron teniendo en cuenta que fue ideada por el Ministerio de Igualdad. El mensaje que subyace en esta intentona fallida no puede ser más claro: una fémina puede ser incluso responsable de su propia violación, si no tiene sus sentidos lúcidos para repeler el ataque al que lamentablemente se da por hecho que está expuesta y que no se cuestiona.

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Lo más preocupante es que este no es un mensaje ajeno a la sociedad; según un sondeo de la Comisión Europea, uno de cada tres europeos justificaría una violación en el caso que la víctima fuera ebria, vistiera sexy o hubiera coqueteado previamente con el agresor.

Evidentemente, fumar o beber no son hábitos saludables, ni para un hombre ni para una mujer, pero pervive el sesgo sexista en la percepción. No entraremos en un debate que daría para otro artículo, pero sirvan estos datos para constatar que la nicotina y el alcohol han sido siempre terrenos abonados a la testosterona y que pese a todo el cambio social aupado por intereses económicos, el poso de esas creencias convive con nosotros y, sobre todo, con nosotras.

Regresemos a ese desfile neoyorquino de 1929, con las modelos contratadas blandiendo sus cigarrillos con rebeldía y altivez. El mensaje del certero publicista se convirtió en un lento chirimiri que caló en las costumbres imperantes. Las flapper, boquilla en ristre y pitillera modernista siempre a mano, exhalaron humo como epítome de independencia. Y de distinción, pues estas no eran precisamente paupérrimas campesinas.

Como ya había sucedido en el mercado masculino, el cigarrillo se introdujo primero en las clases altas para convertirlo así en objeto del deseo. Poco a poco, esta lluvia de cigarrillos liberadores inundó el resto los estratos sociales que aspiraba a esgrimir un símbolo de estatus.

Además, se le añadió un beneficio adicional: la delgadez. En 1929, el eslogan «Toma un Lucky en lugar de un dulce» consiguió inocular para siempre en el inconsciente femenino el concepto de que fumar adelgaza.  Ese acicate, que poco tenía de feminista, acabó por convencer a las más reticentes.

 

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El cigarrillo es seguramente uno de los objetos más simbólicos de nuestra sociedad. Sus acepciones han sido infinitas y cambiantes durante cien años: acota un espacio de descanso, se le confiere un efecto sociabilizador y desestresante, se le unge con una pátina sexy, se le otorga una percepción peligrosa y mesuradamente autodestructiva…

Todos estos estados que supuestamente se le concedían al tabaco eran justamente los que la mujer pretendía conquistar y es ahí donde resultó fácil caer en la trampa: fumar era el espejismo que les hacía creer que habían usurpado unos derechos que seguían siéndoles vetados.

Tras la II Guerra Mundial, ya no queda ni un hálito de vulgaridad en el hecho de que una mujer que acerque un cigarrillo a su boca. Un nuevo modelo de fémina, resuelta y liviana se erige aparentemente libre del yugo machista. Pero rápidamente esos valores cayeron en el engranaje y la mujer fumadora se sexualizó al servicio de la mirada masculina.

Las campañas de publicidad de las empresas tabacaleras fueron protagonizadas por las actrices más glamurosas del momento que revistieron el acto de fumar de una sensualidad extrema. El carmín que tiñe la boquilla, el gesto pausado de succionar y el abandono concupiscente de la expiración rebosaban sex-appeal.

La fumadora fue asimilada por el stablishment y tal como años antes las mujeres pretendían agradar alejándose de los vicios, hicieron lo mismo flirteando con ellos. El descaro, ceñido a los cánones marcados, resultaba atractivo siempre y cuando que no rebasara los términos impuestos por la sociedad. En los años 50 y 60 hasta las embarazadas fumaban alegremente, pues no conocían los peligros de la nicotina.

Lo cierto es que sí se conocían, pero las empresas tabacaleras los habían ocultado con gran pericia. El primero en alertar de los efectos secundarios del consumo de nicotina fue, curiosamente, Adolf Hitler, que era un furibundo detractor del pitillo.

[pullquote ]El primero en alertar de los efectos secundarios del consumo de nicotina fue, curiosamente, Adolf Hitler[/pullquote]

El fürher no permitía que nadie fumara en las reuniones a las que asistía y encargó varios estudios que revelaron la relación entre fumar y padecer enfermedades pulmonares. Las embarazadas de la Alemania nazi tenían prohibido echar una calada durante la gestación, pues se conocían los efectos adversos que el hábito causaba en el feto.

Pero ¿a quién era mejor creer?, ¿al tipo agrio del bigote o al simpático solado yanqui que repartía cajetillas entre la población liberada? Evidentemente, el segundo tenía las de ganar y la industria tabacalera supo sacarle rédito y convertir el cigarrillo, de nuevo, en una antorcha de la libertad, esta vez sociopolítica.

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Durante los años posteriores a la reyerta, las tabacaleras lograron esconder los efectos secundarios de la nicotina, pero como sentenció Abraham Lincoln: «Puedes engañar a todo el mundo durante un tiempo. Puedes engañar a algunos todo el tiempo. Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo».

La tozuda (y aguafiestas) evidencia científica salió a la luz en 1954, cuando los epidemiólogos británicos Robert Doll y Bradford Hill demostraron la relación del tabaco con el cáncer el pulmón y 19 enfermedades más. La antorcha de la libertad se fue consumiendo en lenta agonía. El cigarrillo, en las últimas décadas, ha dejado se ser percibido como un atributo de poder para considerarse una debilidad.

La diferencias de género entre los fumadores son cada vez más exiguas. Según la Encuesta Nacional de Salud de 2012, en nuestro país fuman el 35,7% de hombres y el 28,3% de mujeres entre 35 y 44 años. Este sesgo se acorta cuanto más jóvenes son los que piden fuego: entre los 15 y los 24 años, lo hacen el 22,5% de hombres y el 21% de mujeres.

Estas cifras igualitarias no constituyen ningún hito feminista a celebrar en un país en el que la violencia de género se ha cobrado 44 víctimas en lo que va de año. Simplemente constata que España sigue siendo uno de los países más fumadores de la Unión Europea, cuya población padecerá los efectos secundarios de apurar la otrora antorcha de la libertad.

Fumar ya no es feminista. De hecho, nunca lo fue. Una hábil cortina de humo nos lo hizo creer, desviando la atención sobre otras reivindicaciones más tangenciales, que, en la mayoría de los casos, siguen siendo asignaturas pendientes de nuestra sociedad.

10 Comments ¿Qué opinas?

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