El miedo, primero, fue algo externo: una hiedra que subió por los dedos, se abrazó a la muñeca durante un segundo y, luego, siguió por el brazo.
Llegó al hombro y se chocó con el bulto del hombro. Retrocedió. Rodeó. Siguió.
Bajó por la clavícula hasta el pecho, y en el pecho entró por las costillas, y de las costillas saltó al corazón. –¡Qué obvio!–.
Todo muy rápido (esto pasa en un segundo, en menos de un segundo, en lo que tarda la adrenalina en inundar la cabeza, de ahogar los deseos para hacernos concentrar en la supervivencia).
Siguió. El miedo siguió. El corazón lo distribuyó por el cuerpo.
Las venas. Arterias, venas, capilares de miedo, todo el cuerpo lleno ya de miedo, y el miedo circulando, manteniéndose vivo, sano; el miedo formado por glóbulos rojos de miedo y por glóbulos blancos de miedo.
El valor habría sido un torniquete, pero para el torniquete era ya demasiado tarde, era tarde ya para el valor. Cuando el hombre normal se notó completo de miedo, con la ‘tensión miedal’ totalmente alta, se mareó, se sentó. Parecía que iba a desmayarse, pero no se desmayó porque el miedo no acorrala, deja un lugar estrecho, pero sabio, una puerta por donde aún se pueda sentir, un lugar en el que el miedo sea, todavía y siempre, ‘comprobable’.
El hombre normal entendió entonces que tendría que ‘convivir’ con el miedo, que el mercurio de miedo en su cuerpo fluctuaría a cada movimiento. Que tendría miedo, entendió el hombre normal, siempre, en todo momento.
Si tan solo el hombre normal hubiera entendido, también, que sobreponerse a ese miedo y seguir siendo él mismo, es lo que llamamos vida…
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Julio Wallovits es director creativo de la Doma.