Parece un descampado normal. Una brecha salvaje que rompe el urbanismo periférico de escuadra y cartabón. Nadie miraría dos veces en este lugar. Quizá por eso, aquí, «Carlos Sánchez degolló, apuñaló y trasladó el cadáver de su novia a hombros para enterrarlo junto a unas vías».
Es la entrada de una casa ordinaria. Una pared de ladrillo, una puerta blanca con pegatinas de la Guardia Civil y un felpudo de esos que te da la bienvenida a «la república independiente de mi casa». Podría ser la tuya. Pero era la de José Arellano, quien «asfixió a su mujer y después simuló un robo».
Techos altos, paredes desnudas, espacio vacío. Se trata sin duda de una fábrica, una que resulta extrañamente familiar. Todo encaja al leer el pie de foto: «Enrique Abuín secuestró, abusó y escondió el cadáver de una joven en una fábrica».
Las instantáneas, y sus estremecedoras explicaciones, pertenecen a la exposición Lo que no se ve. Con ella, el fotógrafo Jesús Montañana ha querido denunciar el drama de la violencia machista desde un enfoque innovador: retratando los escenarios donde tuvieron lugar 50 feminicidios en 2017. Durante un año, el fotógrafo recorrió la geografía española buscando los puntos negros del crimen, trazando una cartografía de la violencia machista.
Dice el periodista Ramón Lobo que la espectacularización de la información se transforma en desinformación. «Con la violencia machista nos pasa un poco eso», apunta Montañana en conversación telefónica. Sostiene que las noticias se centran en el dolor de las familias, ponen el foco en la víctima. Y de esta forma la revictimizan, en un ejercicio que ni siquiera puede tildarse de efectista, pues después de tanto feminicidio hemos perdido la capacidad de empatizar con estas imágenes.
«Al final la gente está insensibilizada… Y yo pensé que esto era una manera muy sobria y directa de contarlo. De ser socialmente responsable». También quiso, para este proyecto, incluir crímenes machistas que no encajan en la tipología de violencia de género, al no existir una relación entre víctima y criminal. El caso de Enrique Abuín, el Chicle, (y muchos otros) quedan fuera de las estadísticas oficiales. No lo harían de su trabajo.
Al principio, Montañana no quería denunciar la forma de dar las noticias sobre violencia machista. Pretendía cambiarla. En 2015 trabajaba como fotógrafo en un periódico de provincias. «En mi primer caso de violencia de género, me parecía muy desagradable fotografiar a los familiares», explica. Así que se centró en captar el ambiente: el portal, el coche patrulla, el cordón policial… «Cuando mi jefe vio las fotos me dijo, «¿dónde están las de verdad?»». Él no supo qué contestar, no había más verdad que la que captaban aquellas instantáneas. Al día siguiente la noticia salió ilustrada con fotos de agencia.
Hubo más feminicidios. Siempre los hay. Montañana fotografió lo que le pedían, parapetado tras la cámara, que «en estos casos protege como un escudo». Pero el escudo se quebró a los dos años. «Cada vez me pesaba más la mochila. Habrá personas que se acaben inmunizando, a las que les acabe resbalando esto. No fue mi caso».
Dejó su trabajo. Se alejó del periodismo de última hora. Tuvo una hija. Y cuando todo eso parecía ya lejano, una noticia le abofeteó desde el televisor. Un hombre había pegado cinco tiros a su mujer delante de su hijo, de tres años, a las puertas del colegio. «Solo con que digas esas palabras: «puerta», «colegio», con que muestres ese lugar, ya es una noticia impactante», reflexiona. Obviamente el noticiero no opinaba igual. Las imágenes de dolor y luto le persiguieron hasta el día siguiente, cuando otra noticia le hizo levantarse del sofá. Un niño había sido degollado por su padre en un pueblo de Valencia, cerca de su propia casa.
Montañana cogió su cámara, se montó en su furgoneta y se plantó allí. «Estaba aparcado y desde el retrovisor veía a un chico que no paraba de fumar. Estaba arreglando algo con un soplete y se encendía los cigarrillos con él, uno tras otro, uno tras otro». Así que le echó valor y se acercó al chico con un bloc de notas y un par de preguntas. Media hora más tarde estaba en el domicilio donde había tenido lugar el suceso.
«Estaba destrozado, los cristales rotos, sangre por todas partes… En ese momento me dieron ganas de ir al baño, y allí se me juntó todo lo que me había contado el chico. Me imaginé al hombre limpiándose las manos llenas de sangre en ese mismo lavabo. La imaginación me jugó una mala pasada», resume.
La cámara esta vez no iba a funcionar como escudo, eso Montañana lo entendió pronto. Sin embargo, no cejó en su empeño. Pensaba en su hija al hacerlo, pensaba en redimirse después de su etapa en el periódico. Así que empezó a buscar crímenes machistas en la prensa y en blogs especializados. Se sintió abrumado. «Es que las mataban más rápido de lo que yo podía fotografiar», recuerda. «Todos los días ponía las noticias y rezaba para que no hubieran matado a nadie más». Su alivio no solía durar mucho. Solo ese año hubo 49 asesinatos machistas según las cifras gubernamentales. España registra uno a la semana, en una media que ha permanecido inalterable en los últimos 17 años.
Cuando encontraba la noticia, se fijaba en las localizaciones, en los lugares. Rastreaba en la distancia antes de acudir al lugar. A veces, leyendo la prensa, tenía toda la información necesaria. Otras, tenía que preguntar a los vecinos o a los familiares como un detective aficionado. «Una vez llegué a un sitio, en Almería y un hombre me vio en la puerta donde habían matado a su cuñada. Me insultó y me dijo que estaba harto de la prensa. Así que me puse a explicarle este proyecto y al final, el hombre me acabó dando las gracias y abriendo la puerta de su casa».
Hubo momentos de cercanía, pero abundaron más los de soledad. «Iba con mi furgo y me financiaba el viaje haciendo Blablacar», comenta el fotógrafo, «pero muchas veces iba solo. Ponte que me iba a Galicia desde Valencia. A lo mejor el Valencia-Madrid me lo hacía con compañeros de viaje, pero desde allí hasta Galicia iba solo. Y una vez ahí tenía que pasarme horas merodeando en un bosque de helechos donde había pasado algo terrible, buscando el lugar exacto del crimen».
Montañana se instaló una pequeña cama en la parte trasera de la furgo. Recorría carreteras comarcales rumiando toda la información, su cerebro a más velocidad que su vehículo. Al llegar al destino se echaba a dormir en su catre. Y si tenía suerte, no soñaba nada que pudiera recordar. A primera hora de la mañana se acercaba al lugar del crimen. Y vuelta a empezar. «Lo hacía también por un tema de seguridad», explica sobre estos horarios. «Por la mañana temprano pasaba más desapercibido, me sentía invisible a los ojos de la gente».
Habitaciones calcinadas, aceras ensangrentadas, cristales rotos… En ocasiones Montañana llegaba al lugar de los hechos cuando aún había rastros de lo acontecido. Otras veces no. En su serie, de 25 fotografías, abundan los lugares corrientes, ignorados por los viandantes, engullidos por la rutina. Pero de alguna forma siniestros.
«Cuando llegaba, muchas veces tenía la sensación de que acababa de pasar algo terrible», confiesa. «A lo mejor pasaban cientos de personas por delante y no se daban cuenta, pero si la gente supiera… Porque si te fijas es fácil intuir que algo pasa, que hay algo que no va bien, que no encaja».
Lo que no se ve ha ganado el prestigioso Seminario de Fotografía y Periodismo de Albarracín. Ha expuesto en EFTI Madrid y ha cosechado excelentes críticas. Sin embargo, el logro del que más orgulloso se siente Jesús Montañana es que su antiguo periódico, aquel que un día rechazó sus fotografías, las ha publicado esta vez a todo trapo (aunque omitiendo la génesis de esta serie). No se trata de una venganza personal, no es justicia poética. Se trata más bien de la constatación de que las cosas se pueden contar de otro modo.