¿Quién es el verdadero culpable en un asesinato?

19 de marzo de 2015
19 de marzo de 2015
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En mis charlas de bar a propósito del concepto del mal (aseguro que no hay alcohol de por medio) a menudo digo lo que para muchos es una boutade: que determinar que el culpable de un crimen es quien aprieta el gatillo o asesta la puñalada es como reducir un siglo de investigación neurobiológica a una mera cuestión de mecánica o hidráulica.
Si queréis una boutade de verdad, aquí viene: ni Hobbes ni Rousseau tenían razón (o la tenían simultáneamente): a la pregunta de quién es el asesino habría responder como en el Asesinato en el Orient Express: todos los son. Todos tenemos un grado de responsabilidad.
Si nos quedamos en el análisis aparente o simplón, nada hay más obvio que meter entre rejas al que empuña el arma humeante. Otras personas van un poco más allá y deducen que, bien, hay influencias socioculturales, hay contexto o incluso enajenación mental, pero hay que ser pragmáticos y dejarse de filosofías: el agresor al trullo. De lo contrario los asesinos y violadores podrían campar a sus anchas.
Ahora vamos a intentar ir todavía un poco más allá.
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LA INQUIETANTE HILERA DE FICHAS DE DOMINÓ
La mera suposición de que todo cuanto pensamos y hacemos es producto de una larga cadena causal, como una intrincada hilera de fichas del Dominó, resulta profundamente inquietante por dos motivos. El primero porque, como ya se ha dicho, desvirtúa los roles de agresor y víctima, culpable e inocente, bueno y malo. El segundo, y quizá más importante, porque hace migajas nuestro libre albedrío: todos nos creemos agentes racionales que toman sus propias decisiones (y eso incluye a los asesinos), no engranajes de una concatenación de micromotivos. Pero como ha escrito Edward O. Wilson en su impresionante libro Consilience:

El cálculo racional se basa en oleadas de emociones encontradas, cuya influencia recíproca se resuelve mediante una interacción de factores hereditarios y ambientales.

No hace mucho escribí un artículo sobre pederastia en el que manifestaba la opinión casi unánime de la comunidad científica: la pederastia es una enfermedad mental. A través de mi Twitter, entonces, una lectora me recriminó mi ignorancia al respecto. Un pederasta no podía ser un enfermo mental. El pederasta sabe exactamente lo que hace. El pederasta es culpable de sus actos. En la desesperación que destilaban los mensajes de la lectora subyacía que, si admitíamos que la pederastia era una enfermedad, entonces no podríamos condenar a los pederastas a penas de cárcel. Lo que la lectora obviaba es que castigar con severidad a un enfermo mental generalmente influye muy poco en su comportamiento, así que determinar si es un enfermo mental no es cuestión baladí.
La forma de razonar de aquella lectora es muy común porque confunde explicación con justificación. Sin embargo, explicar las razones que empujan a alguien a hacer una cosa no significa necesariamente que se esté justificando o disculpando determinado acto. De hecho, puede ser incluso una forma de ser más exigentes con el castigo. Imaginemos que descubrimos un gen que propende a un hombre a violar a una mujer, y que en un caso de violación dicho gen está activado en el agresor. Si la existencia de pena de cárcel es resultado de la intención de rehabilitar al criminal o desincentivar a futuros criminales, entonces la pena puede ser más agresiva en tanto en cuanto los que posean ese gen dispongan de una razón más poderosa para evitar delinquir.
O dicho de forma más resumida: si queremos evitar que un hambriento se zampe nuestro pastel de chocolate, deberemos incrementar el grado de amenaza de castigo que estamos acostumbrados a dirigir a un saciado.
 
EL ENFOQUE ERRÓNEO DE LA CULPABILIDAD
De todas formas, la idea generalizada de culpabilidad adolece de un enfoque erróneo. Hasta ahora teníamos clara la línea que definía al responsable del no responsable de un acto. El que sufre enajenación mental o desorden neurológico o alguna influencia genética anómala podría ser menos responsable del que no, y por tanto admitiríamos eventualmente que ingresara en un psiquiátrico antes que en una cárcel.
Pero esta manera de proceder incurre en un error de base: no sabemos exactamente qué es una enfermedad mental, algunas enfermedades dejan de serlo con el tiempo, y otras están en continua discusión. Por si fuera poco, si determinamos que un crimen está cometido bajo los efectos de una enfermedad mental o una mutación genética, provocando éstas un desequilibro neuroquímico que arrebata el control volitivo del sujeto, puede que muchos de los casos que actualmente determinamos como «actuó en plenas facultades mentales» sean indetectables por la tecnología. Pero quizá en un futuro no lo sean.
Es decir, que tal vez descubramos dentro de muy poco que los actos execrables son producto de un funcionamiento anómalo del cerebro, y por tanto todos los criminales serían en realidad «enfermos». Este enfoque neurobiológico no aboga por exculpar al delincuente, sino que subraya que los actos no están separados de la maquinaria del cerebro. En consecuencia, la cuestión de la responsabilidad, y por extensión de la culpabilidad, está mal planteada. Porque como señala el neurocientífico David Eagleman en su libro Incógnito, «un sistema legal no puede definir la culpabilidad por las limitaciones de la tecnología actual. Un sistema que declara a una persona culpable al principio de una década y no culpable al final de la misma no tiene muy claro qué significa exactamente la culpabilidad».
En enfoque erróneo, por tanto, se sustenta en la falsa dicotomía «hasta qué punto fue la biología y hasta qué punto fue él». La neurociencia nos ha demostrado que esa pregunta no tiene sentido porque el «yo» y la «biología» son la misma cosa, resultan inseparables. El neurocientífico Wolf Singer lo ha expresado así: la mera actuación anómala de un delincuente ya nos sugiere que algo funciona mal en su cerebro, aunque no conozcamos los detalles neurobiológicos aún. El neurólogo Dick Swaab también abunda en ello en su libro Somos nuestro cerebro, aduciendo que hay demasiados factores que se escapan a nuestro control y que determinan la probabilidad de que tengamos problemas con la justicia:

El nivel de agresividad de nuestro comportamiento viene determinado por nuestro sexo (los niños son más agresivos que las niñas), nuestro legado genético (pequeñas mutaciones en el ADN), la alimentación que el niño recibe a través de la placenta y la exposición prenatal al tabaco, alcohol y fármacos durante la gestación.

Al exigirse desde los púlpitos mediáticos el rebajar la edad penal porque los niños de hoy en día parecen más maduros o sencillamente despliegan comportamientos más crueles (aunque lo único que puede estar pasando es que los medios de comunicación por fin ponen el foco en la maldad infantil), no se tiene en cuenta que, desde un punto de vista neurobiológico, por ejemplo, la corteza prefrontal (la fuente del autocontrol) no madura totalmente hasta los veinticinco años, «por lo que el control del comportamiento impulsivo y las consideraciones morales no están plenamente presentes hasta esa franja de edad».
En las cárceles hay más feos que guapos, más personas que con defectos físicos (sobre todo faciales) que no, así que eso también parece influir en el comportamiento social. Sin embargo, a pesar de todas las variables, la justicia nos trata a todos igual. Como si todos hubiésemos partido del mismo punto y tuviéramos las mismas oportunidades de comportarnos con arreglo al pacto social. Como si muy pocos tuvieran un desarrollo cerebral atípico.
Por si esto fuera poco, «anómalo» es solo una cuestión estadística, es decir, determinamos que lo que se produce en menor proporción es lo negativo o lo que debe corregirse. En un sentido moral amplio, que la mayoría de la gente se comporte de cierta manera no nos informa acerca del grado de moralidad de determinada acción. De hecho, lo que antes se consideraba bueno ahora se considera malo y viceversa precisamente porque se funda en la estadística, en lo que un grupo mayoritario conviene que debe ser lo bueno y lo malo. Si bien existen razones lógicas e incluso matemáticas para preferir determinados comportamientos frente a otros (los cooperativos y altruistas sobre los egoístas, por ejemplo), tales son muy recientes y distan de ser completas.
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¿Y AHORA QUÉ HACEMOS?
Habida cuenta de que estamos gestionando conceptos que se nos escurren entre los dedos como la arena, cabe preguntarse ¿cómo podemos actuar a partir de ahora? ¿Todos los delincuentes son en el fondo inocentes? ¿Nadie es responsable último de sus actos?
El primer paso consiste en admitir que las respuestas a tales preguntas no llegarán de forma concluyente hasta dentro de unas décadas o incluso unos siglos, así que debemos adelantarnos a las mismas: sean cuales sean, no podemos depender de ellas.
Una de las razones por las que encarcelamos a alguien que ha incumplido su contrato social estriba en el hecho de evitar que reincida. La biología, pues, debe ponerse de nuestra parte para determinar el grado de reincidencia del delincuente. Es decir, no debemos enfocar tanto el problema sobre lo que el delincuente hizo, como en lo que podría hacer en el futuro.
Para comenzar a medir el grado de reincidencia de los delincuentes sexuales, por ejemplo, se realizó una medición de decenas de factores de 22.500 delincuentes sexuales que estaban a punto de cumplir su pena, como si mostraba arrepentimiento o si habían abusado de él cuando era niño. Cinco años después de liberar a los delincuentes, comprobaron quienes habían reincidido y qué factores tenían en común. Lo que se demostró es que esta clase de estadísticas servían para estimar la reincidencia de un modo mucho más preciso que la intuición de un psiquiatra o una junta de libertad condicional.
Esta clase de estadísticas permitirá, por tanto, dictar sentencia de una forma más personalizada, tal y como abunda en ello Eagleman:

Los científicos nunca serán capaces de predecir con gran certeza quién volverá a delinquir, porque eso depende de múltiples factores, incluyendo la circunstancia y la oportunidad. Sin embargo se pueden hacer buenas conjeturas, y la neurociencia hará que éstas sean mejores.

Las explicaciones biológicas son incompletas, y además se han usado incorrectamente en el pasado en apoyo a programas políticos de derechas o izquierdas. Pero de ello no se deriva que deban abandonarse, sino que deberían mejorarse con el desarrollo de la tecnología. En conclusión, no resulta productivo buscar todos los motivos encadenados en la larga hilera de fichas de Dominó para saber por qué alguien ha decidido hacer algo, porque siempre hallaremos más factores inextricables como problemas en el desarrollo del feto, abusos infantiles, demasiada testosterona, influencia genética, falta de oportunidades sociales, pobreza, etc. La mirada debe proyectarse hacia el futuro: ¿qué hacemos ahora? El sistema legal debe mirar hacia adelante y ajustarse en consecuencia, y no tanto hacia atrás, porque entonces siempre tenderá a ser injusto e ignorante, dictaminando culpabilidades con la brocha gorda de una conversación de bar.
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TODOS ESTAMOS LOCOS (EN ALGÚN INSTANTE)
Determinar quiénes somos y cuán dueños somos de nuestros actos son preguntas filosóficamente apasionantes, pero estériles si buscamos la verdad. Tanto el «yo» como el «libre albedrío» son convenciones sociales que están totalmente divorciadas del conocimiento científico del cerebro del que disponemos actualmente.
Cuando nos tomamos un café y dejamos de estar irritados y desconcentrados, ¿quiénes somos? ¿El de antes del café o el de después? Cuando una mujer está irascible porque tiene el período ¿es más ella cuando lo tiene o más ella cuando no lo tiene? El mero concepto de personalidad es un constructo que funcionaría bien para un juego de rol en el que las distintas habilidades del héroe se determinan mediante la tirada de dados dodecaedros. Pero la realidad neurobiológica es endiabladamente más compleja.
En realidad, lo que llamamos personalidad es únicamente un promedio de cómo somos la mayoría de los días, porque somos diferentes de un día a otro, víctimas de fluctuaciones del cóctel biológico que nos constituye en función de lo que hemos comido, el sol que ha incidido en nuestra piel y otros factores a los que no tenemos acceso inmediato ni conocemos directamente. Por ello hay días en que estamos más serenos, energéticos, lúcidos, locuaces, tristes, graciosos, lentos, ansiosos que otros. Aunque nada haya cambiado sustancialmente en nuestra vida.
Para ajustar un poco más el tiro cuando definimos la personalidad de alguien, que hasta ahora emplea categorías compartimentadas como alegre o taciturno, Steven Johnson propone una alternativa en su libro La mente de par en par: el neuroperfil

Es perfectamente posible que llegue el día en el que podamos identificar a nuestros buenos amigos en función de una breve descripción de sus niveles medios de neurotransmisores (“¿Serotonina alta, dopamina baja, estrógeno medio? ¡Seguro que es Carla!). ¿Describirá esto plenamente a la persona, captará su esencia? Por supuesto que no. Pero sí puede ser más revelador que describir a alguien como varón de metro ochenta y ocho centímetros, setenta kilos de peso, y el mayor de los hermanos.

Así pues, además de mirar al futuro cuando estamos abordando qué hacemos con un sujeto que ha infringido su contrato social, también debemos mirar más al presente con fino escrutinio para determinar qué clase de rehabilitación necesita. Castigar a quien comete un acto sin saber por qué lo ha cometido o si es responsable de dicho acto es una aberración moral, pero no lo es tratar de ayudar a esa persona a que no cometa de nuevo actos que rompan la concordia social o el régimen de convenios que entre todos hemos decido como adecuados para la convivencia.
La palabra clave aquí es «rehabilitación», pero una clase de rehabilitación muy distinta a la que conocemos en la actualidad. La rehabilitación que debemos desarrollar en lo sucesivo debe tener en cuenta que no somos sujetos con personalidades concretas, sólidas y constantes en el tiempo, sino más bien sujetos con personalidades líquidas y cambiantes, y que todas ellas, en su conjunto, somos nosotros. Hitler no era mala persona porque mataba a judíos ni era buena persona porque era cariñoso y atento con sus familiares y allegados, era ambas cosas. Porque nadie es malo ni bueno sin más: es de un modo u otro dependiendo de las circunstancias (salvo casos extremos). Ante semejante planteamiento, pues, los programas de rehabilitación deberán ser en lo sucesivo profundamente personalizada. Como señala David Eagleman:

Un sistema legal que mire hacia delante tiene que utilizar los conocimientos biológicos para lograr una rehabilitación personalizada, considerando el comportamiento delictivo igual que abordamos otros problemas médicos como la epilepsia, la esquizofrenia y la depresión, problemas para los que ahora se puede conseguir ayuda. Estos y otros trastornos cerebrales se encuentran en este momento al otro lado de la línea de la responsabilidad, donde descansan cómodamente como problemas biológicos, no demoníacos.

En la idea de una rehabilitación personalizada resuenan conceptos que la mayoría de nosotros rechazamos, como lobotomía, manipulación, pastillas o Gran Hermano. Sin embargo, a medida que se conoce el funcionamiento del cerebro, éste se considera como un populoso día de elecciones en el que las distintas neuronas y regiones cerebrales ejercen su derecho a voto para determinar qué pensaremos, sentiremos y ejecutaremos. La mayoría de los delincuentes se caracterizan por su incapacidad de controlar sus impulsos, es decir, que las regiones que proporcionan autocontrol, por ejemplo, no tienen tanto poder de convocatoria en las elecciones del día. A pesar de que son conscientes de que hacen mal, son incapaces de producirlo.
Todos somos víctimas de la falta de autocontrol. Cuando estamos sometidos a una dieta hipocalórica y cedemos a una tarta de chocolate, entonces nuestro autocontrol no ha sido eficiente. La propuesta principal de la rehabilitación podría pasar por mejorar ese autocontrol, hacer gimnasia con él.
Para estimar hasta qué punto el autocontrol es responsable de muchos de nuestros actos socialmente execrables se realizó un experimento con niños que debían postergar el placer de tomarse una golosina para recibir más tarde el doble de ración. Los niños que cedieron a la tentación fueron los que más tarde sufrirían mayores problemas para autocontrolarse en otros ámbitos de la vida. Como cometer un crimen.
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EJERCITANDO EL LÓBULO PREFRONTAL
El autocontrol, hasta donde sabemos, reside mayoritariamente en el lóbulo prefrontal de nuestro cerebro. Una nueva estrategia rehabilitadora podría consistir en ejercitar esta región cerebral, como han propuesto los neurocientíficos Sephen LaConte y Pearl Chiu. Estos investigadores han empezado a aplicar retroalimentación en tiempo real del autocontrol mediante imágenes cerebrales. El ejercicio parece emparentado con las actuales estrategias de gamificación para incentivarnos a hacer cosas que no nos apetecen, como esas aplicaciones para smartphone que sirven para hacer más deporte y escamotear la molicie.
El sistema, en pocas palabras, consiste en que uno pueda observar fotografías de tartas de chocolate a la vez que controla una barra vertical que determina en tiempo real la actividad de la región cerebral que está implicada en el apetito. La barra es como un termómetro moral. La meta consiste en hacer que es barra descendida tomando distintos caminos mentales, hasta que el largo plazo venza al corto plazo. Estos ejercicios, además, pueden fortalecer la disuasión, porque solo funcionan en personas que piensan y actúan atendiendo a las consecuencias a largo plazo.
Esta retroalimentación se ha probado con fumadores que quieren dejar de fumar, pero podría extrapolarse a muchos otros actos que deseamos gestionar.
En resumen, pues, el castigo ya no sería algo que compete al culpable, sino al sujeto que puede rehabilitarse o modificarse. Imaginemos que un sonámbulo sale a la calle y rompe la luna trasera de un coche con un martillo. Ahora imaginemos el mismo supuesto con alguien que está despierto. Aquí deberíamos discutir hasta qué punto el sonámbulo es responsable de sus actos y, por tanto, debe ser castigado como lo es el despierto. En el caso de un sonámbulo parece que todos estamos de acuerdo, pero entre un sonámbulo y un despierto hay una infinita escala de grises de consciencia y funcionamiento adecuado del autocontrol que todavía estamos descifrando desde la neurobiología. Probablemente nunca alcanzaremos a comprender en su totalidad tales matices, de modo que el castigo no debería estar orientado tanto al grado de consciencia o enfermedad del que comete un acto delictivo, como si dicho sujeto puede rehabilitarse.
Si puede, entonces el castigo será rehabilitarle, ya sea mediante gimnasia del lóbulo prefrontal u otras técnicas. Si no puede rehabilitarse, entonces castigarlo probablemente no ejercerá ningún efecto: estamos ante un enfermo que requiere ser tratado como tal. Recibir una u otra medida dependerá del grado de plasticidad del cerebro del encausado. Algo que también tendrá que tener en cuenta la futura justicia neurobiológica. Una justifica que no exculpa al criminal, sino que actuará de una mucho más eficaz y humanitaria.
 
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