«Hay cosas que vuelven a estar de moda… como la democracia». La frase la dice Effie Trinket, posiblemente el personaje más naif de toda la saga. Ella, una histriónica anfitriona de un gran show televisivo, siempre con estrafalarios vestidos, pelucas y alhajas, hablando en tono de voz agudísimo y reduciendo a la belleza y la apariencia lo único importante en la vida. Lo dice como refugiada, desvestida de sus complementos, enfundada en un mono y con un turbante en la cabeza para ocultar su pelo real. La mayor muestra de la superficialidad de un régimen opulento y opresor, ahora como parte de un movimiento rebelde, vinculando moda y democracia.
La frase viene por algo por supuesto superficial: en el destierro que sufre, en una especie de cuartel militar rebelde, añora sus vestidos y pelucas y se niega a salir de su cuarto con la ropa que lleva. Al final transige diciendo que años atrás los turbantes se llevaban y que, al final, todo vuelve a estar de moda. Como la democracia.
Los juegos del hambre estrena estas semanas su tercera entrega cinematográfica, una producción palomitera que supone la adaptación de una saga de novelas de ciencia ficción para adolescentes. No es, efectivamente, el lugar donde uno esperaría encontrar discursos políticos. Pero a veces el cine más comercial sorprende con cosas así. La última de Batman, por ejemplo, era un alegato anarquista, en la que el objetivo de la conspiración de los malos era enterrar (que no matar) a la Policía bajo la ciudad para que esta funcionara de forma libre y autónoma, y eso infundía el terror de la ciudadanía. O la saga de Crepúsculo, que más allá de los amoríos vampíricos y licantrópicos encierra un fortísimo discurso antiabortista.
La política al final está en todas partes, también en las obras mainstream para adolescentes.
Breve resumen: de qué va la cosa
Los juegos del hambre narra la historia de una sociedad distópica, fuertemente controlada y de corte militar, llamada Panem. La excusa que tantos relatos de este tipo usan -desde Orwell hasta V de vendetta– es que ‘algo’ ocurrió fuera que obligó a la sociedad a replegarse para defenderse de la amenaza exterior. En ese contexto, el Capitolio es la capital administrativa, económica y política, y el resto del país se ordena en distritos separados geográficamente y ordenados en numeración según su riqueza y su cometido. Los últimos distritos, el 12 y el 13, son netamente obreros y pobres. Los suburbios de la civilización.
El hilo conductor de la historia, como la mayoría de relatos de este tipo, tiene mucho de Orwell. De hecho, es un programa de televisión de obligatorio visionado, un reality a lo Gran Hermano en el que una pareja de cada distrito compite a muerte hasta que sólo queda un superviviente. Mientras los distritos centrales envían a voluntarios entrenados, en los distritos obreros son designados a la fuerza para que vayan. El show, que da nombre a la saga, es una muestra de dominación que cohesiona a esa sociedad a través de un discurso manido: la propaganda televisiva como arma dictatorial, una dialéctica muy usada en la cinematografía… y en la realidad actual, sirva la revista que edita el ISIS como ejemplo.
Los acontecimientos de las dos primeras películas conducen a un escenario de rebelión. La protagonista involuntaria, por supuesto del sector obrero más pobre de todos, desafía al régimen con un par de gestos simbólicos (un homenaje a una de las niñas asesinadas en los juegos con el brazo en alto extendiendo tres dedos, que se convierte en icono de la revolución). Acaba rompiendo las reglas en la primera película al negarse a matar al último contendiente, con el que inicia un noviazgo ficticio que les sirve de salvación. Primer guiño: usar el propio lenguaje de la telerrealidad para sobrevivir a ella misma. La audiencia, entusiasmada con la historia de amor, fuerza al Capitolio a aceptar la salvación de ambos.
En la segunda cinta el Capitolio intenta acabar con el hilo suelto inventando una edición especial de Los juegos del hambre en el que todos los vencedores vivos, a los que se denomina ‘tributos’ deben competir, tengan la edad y condición física que tengan. Pero la cosa acaba yéndose de madre: de nuevo la involuntaria protagonista la lía al destruir por accidente el inmenso plató donde se desarrollan los juegos y evidenciando la irrealidad del show ante los ojos de todos los habitantes.
La dictadura televisiva y el populismo
Lo que hasta ahora era una aventurilla de acción con guapísimos jóvenes se vuelve en la tercera película en algo mucho más oscuro y complejo. Ahora la heroína y sus aliados son parte de una resistencia contra el Capitolio que ha aniquilado la disidencia surgida tras los eventos de las dos primeras películas, incluyendo al sector 13. La protagonista está en ese mismo campamento militar oculto donde se refugia la que fuera esa histriónica presentadora del ‘show’, y conoce a la que sería la nueva presidenta si la insurgencia gana la guerra.
No es casual que la heroína y la alternativa a la opresión sean mujeres, mientras el presidente del Capitolio es un hombre: el público objetivo de la literatura juvenil es más femenino que masculino, y por eso también se salpica toda la historia de amor (para ellas) y acción (para ellos). La política aquí es un hilo argumental. Y es, precisamente por eso, por lo que sorprende la dureza con la que se expone.
Para empezar porque la heroína de la historia es utilizada por ambos bandos por igual. Los rebeldes la usan para sus vídeos promocionales, que hacen llegar a todos los supervivientes para llamar a la lucha. La llevan a ver la miseria que deja tras de así la acción militar del Capitolio y graban sus emociones y reacciones. Le piden directamente que se exponga y llame a las armas. Es un arma más en una guerra en la que no elige participar, en la que no hay buenos y malos, sino malos y una alternativa. Y ella es un peón, un producto televisivo, un símbolo. El sinsajo, como la bautizan, dándole el nombre de un pájaro de ficción que se convierte también en icono rebelde.
La segunda cruda realidad, además de la propaganda televisiva, es que los rebeldes no son más que otros dictadores. La supuesta alternativa es otra dictadura. Que todo cambie para que todo siga igual, la vieja dicotomía del gatopardismo político que tantos líderes usan en sus acciones.
Sin embargo, a pesar de todos esos mensajes de rebeldía, de propaganda, de populismo, de mesianismo, de masas buscando un líder, de maniobras políticas, de gatopardismo, a pesar de todo eso, del contenido político de la saga sólo hay una cosa evidente: algunos han relacionado el gesto del brazo alzado y los tres dedos con el saludo nazi, lo que ha llevado a países como Tailandia a censurar su emisión, igual que censuraron la obra de Orwell años atrás. En respuesta, los opositores al régimen han adoptado el saludo de la saga para sus protestas. El símbolo por encima del significado, como buena política tradicional.
Por cierto, y hablando de símbolos, a Pedro Sánchez le han copiado el gesto. Que se entere todo Panem de que lo del puño en alto para arengar a las masas es de socialistas.
Orwell resucita en películas mainstream para adolescentes
