El trabajo no dignifica. El viaje hasta llegar al puesto de trabajo, menos aún. Con esa idea entre las sienes, el fotógrafo Lester Jones se deshizo de sus rutinas y salió al mundo a capturar la recurrente desidia del desplazamiento diario.
Aquello dio lugar a Their Grind, Not Mine (Su rutina, no la mía), un proyecto fotográfico que ha cristalizado en una web tributo al amodorramiento. Personas anónimas dormitando contra la ventanilla del autobús. Personas desganadas de camino a la faena. Ensimismadas. Abstraídas en sus teléfonos móviles. Personas todas ellas narradas, porque después de dejar las ocho horas de oficina, Lester se puso a contar su antiguo hartazgo en la cara de los demás.
«En efecto, Their Grind, Not Mine habla sobre la mentalidad colectiva relativa al desplazamiento. A medida que somos transportados nuestra psique tiende a la deriva y la reflexión, y en ese dejarse llevar indiferente aparece de todo: pensamientos, análisis, tensiones, ansiedades. Mil giros mentales difíciles de disfrazar físicamente. Fotografiables. En lo particular mi mentalidad ha cambiado, pues de unos años a esta parte, como freelance, me muevo según mis inquietudes. Ahora veo los pequeños trayectos de otros con una mirada de fascinación», cuenta a Yorokobu el fotógrafo inglés.

Dichos trayectos se enmarcan en un viaje de 18 meses a través de Australia, China, Indonesia y Corea del Sur. Apenas pisó Europa (solo Londres) y –según afirma– de momento no piensa visitar España. Eso significa que para saber si la fatiga del desplazamiento es similar en estas latitudes, solo queda contraponer las vivencias de Lester a la experiencia propia. Hemos de medirnos en la comparación. Y de eso va este texto: lo que sigue son cuatro horas de deambular a lo largo y ancho del metro de Barcelona.

Lunes, 9 de la mañana. Parada de Llacuna. Línea 4 en dirección a Trinitat Nova. Hundido en los asientos del andén, un músico intenta puntear My Way y a su guitarra flamenca le suena A mi manera. Varios trabajadores esperan inquietos. Pasean. Tal vez maldigan el hecho de vivir lejos de la oficina. ¿Para cuándo la conciliación urbanística? De fondo, la megafonía advierte: «Cuidado, los ladrones aprovechan cualquier distracción. Tenemos que llevar los bolsos delante y las cremalleras cerradas». El músico se pone delante el altavoz. Sube al vagón.

Dentro, una mujer que dormía plácidamente despega las pestañas con el primer bocinazo. Matraca de feria. Ruido infernal. Junto a la señora, una chica convenientemente desarreglada enreda distraída con su móvil. En los asientos contiguos se repite la misma escena. El metro es ese lugar en el que la gente resuelve insípidas conversaciones de Whatsapp. También hay quien pulsa la tecla de llamada: algunos asientos a la derecha, un obrero trata de cerrar un trabajo sin demasiado éxito. No consigue hacerse oír. A pesar del follón, el ánimo general jamás deja de ser gris.
«La percepción que tenéis en España de que la gente en el metro viaja sumida en una capa de grisura es, en realidad, la percepción que tienen casi todos los países de su metro. Después de todo el suburbano suele carecer de luz natural y eso afecta al estado de ánimo. Dicho esto, una gran parte de la red de trenes de Sydney tiene los rieles en la superficie, con unas vistas preciosas, y la gente sigue mostrándose de manera negativa. Al final se impone la naturaleza del desplazamiento», postula Lester Jones.

10 de la mañana. Parada de Verdaguer. Línea 5 en dirección a Cornellà. El convoy rechina al aproximarse por el carril derecho. En eso difiere del metro de Madrid, que fue construido a imagen del sistema inglés y, siguiendo el sentido del tráfico británico, se desplaza circulando por la izquierda. Avanza el suburbano barcelonés: las bolsas de supermercado dan paso a las maletas, lo cual indica que cerca está la estación de Sants. Un hombre de unos 50 años zigzaguea entre ellas intentando vender algún mechero. Le ofrecen dinero a cambio de nada, pero él rechaza la oferta: «No acepto limosnas». Tras de sí deja un reguero de caras iluminadas por el móvil y, sorpresa, una valiente restando párrafos al último pilar de Ken Follett. 940 páginas de librazo; no hay desplazamiento sin paciencia.
Una parada tras otra, la gente accede al vagón arrastrando los pies. Otros saltan azorados, tensionados por el pitido que precede al cierre. Una mujer mayor, indiferente al trajín, desliza arriba y abajo su muro de Facebook. Foto de Pablo Alborán. Like. Meme de autoayuda. Like. A su lado un chaval menea la cabeza con preocupación mientras analiza una foto de anatomía esquelética. No like. ¿Hasta qué punto es lícito posar la mirada sobre estas intimidades? Cuando leemos por encima del hombro de alguien ya se le invade un poco el espacio personal, pero con el móvil la invasión alcanza otro nivel. Demasiada información, y sin embargo siempre está ahí: a la vista de cualquiera; tentador.

Al fin y al cabo, hay pocos estímulos para llevarse a los ojos en trayectos exasperantes. «Decimos que todos los desplazamientos son miserables y están cargados de aburrimiento. Sin embargo, yo he comprobado en lugares como Seúl o Bali que esto no tiene por qué ser así. Allí he encontrado una sensación de paz, un sentido del orden y de aceptar su lugar dentro del trayecto y la sociedad que les rodea», relata Lester Jones, en clara alusión al desplazamiento mindfulness.
11 de la mañana y mil vueltas después. Trasbordo en Urquinaona. Línea 1 hacia línea 4. Marchan peatones con paso militar: un, dos, un, dos. Muchos zapatos a coro y ninguna sensación de paz. Al fondo una cinta mecánica convierte a los peatones en equipaje. Por el camino un acordeonista sentado en su rincón ameniza el transbordo con el himno del subsuelo catalán: A mi manera.

A su manera suben vecinos y turistas en el metro de la línea 4. El contraste es muy bestia. Los primeros suspiran, bostezan, tienden la cabeza en el lecho de la mano, duermen o miran hacia abajo. Los segundos celebran la vida. Un padre canta y baila con su hija. Desconcierta tanta alegría en pleno velatorio. A varios pasos un chico de unos 25 años les mira completamente vacío, todo cascarón; frente a él, otra chica –más humana– se lía un cigarro anunciando tierra firme.
«Existen reacciones físicas claramente identificables en las personas que se desplazan. Casi siempre están asociadas a la desidia. Sin embargo, a mí me gusta también documentar momentos de humanidad dentro del caos. Situaciones de alivio y humor, situaciones con las que podamos conectar y sirvan para empoderar a los viajeros más allá de la característica desolación», aclara Lester Jones. «Yo mismo procuro fijarme en la gente para, si veo a alguien aburrido o enganchado al móvil, acordarme de no hacer lo mismo y mirar por la ventana».
12 del mediodía. Último trayecto. Línea 6 en dirección a Reina Elisenda. El metro que palpitaba en plaza Catalunya pierde densidad a medida que se aleja del centro. Bajan turistas y suben migrantes. Abundan las mujeres de mediana edad (¿Igualdad laboral? Claro que no). Suena trap en los auriculares de un chico. Huele a salami en el bocata de una señora. Bostezos y suspiros cierran los minutos de la basura. De pronto sube una pareja de estética punk y se repantingan en sus asientos. No hablan. No se miran. Tensión. Por fin algo de chicha para despedir el trayecto. ¿Van a romper en pleno viaje?

Sí y no. Bajan en paradas diferentes, ni siquiera se conocen. La insulsez siempre se abre paso en los túneles del suburbano. Fin de línea y el metro queda vacío. Descansa antes de retornar. En el andén esperan varias mujeres con una conversación acorde al lugar: «Ayer me llegó la carta de pompas fúnebres…». Esa asociación de ideas (muerte y desplazamientos) remite a la pregunta del protagonista de la película Collateral: «Un tío sube al metro y se muere, ¿alguien se da cuenta?». Rotundamente no.
La sensación general es que por ese agujero cavado en el suelo se pierden kilos de alegría y salud mental. Especialmente en las ciudades con ritmo frenético. ¿Cómo escapar de ahí? Responde Lester Jones: «Toda la presión para ganar dinero, tener impacto, alimentar la máquina… Debemos detenernos, echar un vistazo a lo que nos está haciendo y saber que, en última instancia, somos nosotros quienes decidimos desplazarnos cada día. Hace poco recibí un correo de alguien que se inspiró en mi proyecto para dejar un trabajo que le hacía profundamente infeliz. Me sentí muy honrado. Ya hay en el mundo un esclavo menos del sistema».
Tiene gracia, después de 40 años en Madrid sin haber subido nunca al metro, desde hace unos años lo hago varias veces al día. Mi reacción al principio, era la de Lester Jones – their grind, not mine. Yo pensaba «esto es una muestra de lo que significa estar metido en el rat race» como si no fuera mi caso. Hice muchas fotos, usando el móvil para poner distancia entre los demás viajeros y yo. Poco a poco las fotos contribuyeron a que perdiera la fobia que le tenía al metro Ahora lo veo como fuente inagotable de estampas interesantes – algunas fotografiables y otras no, pero ya no las observo desde fuera. Y por cierto, últimamente el metro de Madrid está que se sale, un día viajas con Carmena que va camino del ayuntamiento, otro día con Darín camino del teatro y otro con el pianista de Parada camino de quién sabe dónde.