Jesús Arriaga Silva, de 18 años, y Juan Arriaga Silva, de 16, son dos adolescentes michoacanos hijos de campesinos. El mayor acaba de dejar los estudios. Como muchos chicos de la región, a diario se levantan temprano para ayudar a sus padres en las tareas del campo: «machetear, cortar zarza, recoger el aguacate…», van recontando tareas. Cuentan que muchos de los otros muchachos, cuando no hacen eso, coquetean con las drogas o se dejan seducir por «los malandrines» en un estado asolado por el narcotráfico y la violencia.
Ellos llevan tres años usando su tiempo libre para pasar las horas junto al artista Artemio Rodríguez, autóctono de la región, y aprender con él el oficio del grabado en linóleo. «Están rescatando la identidad cultural de Tierra Caliente (Michoacán)», valora el maestro. Esta semana el Centro Cultural de España en Ciudad de México presentaba el último trabajo de estos dos jóvenes, Papel Sonando, una exposición que recupera el legado folclórico de la tierra de Jesús y Juan, y que no ha podido ser presentada allí debido a las inestables circunstancias que atraviesa.
«Sones y grabado», así sintetiza el alma de la cultura michoacana Claudia Reyes, también oriunda de allí y organizadora de la muestra -con la Asociación Cultural Finibus-. Cuenta que desde que en el siglo XIX el maestro José Guadalupe Posada (1852-1913) imprimiese en el ADN de este estado una identidad marcada por la ilustración, el grabado y la crítica sociopolítica, pocos han sido los que han sabido mantener en alto ese testigo como lo hace Artemio. También asegura que la cultura de los sones, las canciones populares típicas de Michoacán, son la otra vertiente artística de la zona. Por eso pensó que esos dos elementos debían ser la base del trabajo.
«Raúl Eduardo González realizó una tesis sobre el son», dice Reyes, «para llevarla a cabo estudió la historia y las influencias de estas canciones, que por populares, ni siquiera tienen autor conocido. Posada, en ocasiones, realizó grabados que ilustraban algunos de estos sones. Ahora Jesús y Juan, junto a Artemio, recuperan la tradición de aquellas hojas sueltas que ilustraba Posada».
El mulato alegre, el perro, la lagartija, el coyote viejo… En total son 17 sones los que estos adolescentes han presentado para la colección, la quinta que realizan junto a Rodríguez. «Conocemos estas canciones porque son de donde vivimos. Hemos aprendido la técnica del grabado con Artemio, y lo que hemos hecho es imaginar los sones en dibujos», explican su método. Cuenta Jesús que la mayoría de sus amigos «no se interesan por estas cosas», pero ellos le han pillado el gusto y el truco. Su maestro, además destaca que muchos niños «de ciudad» considerarían demasiado pesada este tipo de artesanía, y que sin embargo «ellos han demostrado que no se cansan, que son buenos y que pueden con todo».
La intención final, según Reyes, es «poner en valor la tradición de la gráfica y la lírica mexicana a través del grabado y el son». Por eso, para hacer redonda la muestra, quiso que de la otra parte del trabajo se encargasen los discípulos de Claudio Naranjo, otro artista del lugar que, «igual que Artemio», quiere inculcar a los chicos de Michoacán el valor de interesarse por la tradición y los oficios antes que por «un futuro de emigración o delito». Naranjo hace instrumentos con sus alumnos. «Los sones siempre van acompañados de arpa, violín, guitarra…», explica la organizadora, «así que poner a Artemio para que ayude a unos chicos a ilustrarlos, y a Naranjo para que enseñe a construir los instrumentos necesarios para cantarlos, nos pareció la combinación ideal para el proyecto».
Jesús y Juan van desde Tacámbaro hasta el taller de Artemio en San Miguel Tamácuaro dos días a la semana. Allí, impregnando de pequeños trazos las láminas tal y como hace Rodríguez, pasan el día completo. En este tiempo de práctica han conseguido perfeccionar esta técnica ancestral procedente de la vieja Europa que ya casi se había perdido. En esta ocasión, además han aprendido de la historia de su región las diferencias que existen entre los distintos tipos de sones, o que es lo mismo, ahora son jóvenes conscientes de la tradición sonora de su estado.
«Existen los de Tierracaliente, en los que más se zapatea», va explicando Reyes lo que sabe por michoacana y por la tesis de González. «También están los de Hidalgo, o los jarachos, de Veracruz. Para bailarlos hay que tener una tarima de madera, y cuando se cantan, la fiesta que se organiza se llama fandango».
Artemio se duele de que muchos chicos de hoy hayan dejado de saber estas cosas por sumarse a la cultura de los narcocorridos y el rap, que adulan constantemente a «la droga, el sexo y la violencia», esgrime. «Considero positivo que los jóvenes vuelvan a recuperar una cultura que se ha perdido, y que no se dedica a ensalzar la mala vida».
Reyes pone el argumento definitivo para entender la muestra: «En Michoacán existe un grave problema. Los niños son los que realmente van a sufrir esto. Yo opino que los programas que tratan de paliar esta situación sin acercarse de verdad a la población, en el fondo no son tan útiles. Sin embargo, trabajar con ellos, hacerles interesarse por su cultura y su tradición, alejarles de los malos ambientes… eso sí es reconstruir el tejido social que las instituciones dicen querer reconstruir. Jóvenes como Jesús y Juan tienen que saber la importancia que tiene que hagan estas cosas, por eso les traemos aquí, a ver su propia muestra. Y a su tierra, a la vez, le están devolviendo los elementos tradicionales que se estaban perdiendo».
«A mí me gusta trabajar en el campo», reconoce Jesús, «pero también me gustaría aprender aún más de esto para llegar a ser como el maestro», apunta con la mirada a Rodríguez que se pasea a lo lejos. «Con los trabajos que hemos realizado con él y los libros que se han vendido ya hemos ganado más pesos de los que se gana uno en el campo. Lo triste es que en Tierra Caliente no se pueda hacer una exposición como esta».