«Menos mal que yo no creo en la violencia porque si no os mataba a todos». La frase la soltó José Ramón Prado Bugallo, más conocido como Sito Miñanco, a los jueces encargados de decidir sobre su destino tras haber sido detenido en la llamada ‘Operación Nécora’. Eran los años 90 y tras décadas de transición interna los capos gallegos se codeaban con los grandes delincuentes del mundo.
Habían empezado con el estraperlo, siguieron con el tabaco, pasaron al hachís y dieron el salto a la cocaína. Galicia fue durante mucho tiempo la puerta de entrada de la droga en Europa, y con aquel dinero hicieron de todo: comprar medios, clubes de fútbol, policías y favores políticos. Aquella operación judicial empezó a cambiar la historia, haciendo que muchos tomaran conciencia de un problema que se había ido de las manos. Cómo un grupo de personajes propios del cine de Ozores y Esteso podían ser delincuentes internacionales de primer nivel.
Nacho Carretero retrató todo aquello en Fariña, un libro que hizo tanto ruido que algunos de los agraviados consiguieron el secuestro de sus páginas por orden judicial. Era tarde: para cuando se decidió que no tenía sentido aquel intento de censura la obra era ya un fenómeno editorial. Pero a decir verdad no lo fue por la polémica, sino por el tono: Carretero no había escrito una novela o un libro humorístico, sino una crónica periodística sólidamente documentada. Era tal el nivel de detalle que a veces costaba recordar a personajes concretos en mitad de tantas tramas.
Historias ‘con bicho’
El formato no fue casual. Si en lugar de un libro Carretero hubiera hecho un especial multimedia en El País, donde trabaja, posiblemente no hubiera tenido el mismo impacto. Baste un ejemplo: en realidad Miñanco no fue detenido durante la ‘Operación Nécora’ sino algunos meses después, como reza la hemeroteca. También recoge que le cayeron 20 años. Lo que no recoge el periodismo canónico, sino una columna, es lo que dijo cuando cayó: «Hostias, ahora sí que me trincasteis».
La ortodoxia periodística, más allá de licencias puntuales, obliga a un tono sobrio, informativo y directo. Y hubiera sido complicado contar la anécdota del traficante de bicicletas, o los excesos de los narcotraficantes sin unas gotas de humor que ayudaran a entender a los personajes. Fariña, siendo un trabajo periodístico de primer orden, triunfó porque pudo tomarse licencias literarias. Y eso le facilitó tener más vidas después: primer como exitosa serie de televisión y ahora, incluso, como cómic y como obra de teatro.
Fariña fue quizá el primer ejemplo en nuestro país de nuevo periodismo, y creó escuela. En una reciente entrevista el periodista Rodrigo Terrasa hablaba de lo que ese modelo puede suponer:
«Nacho Carretero abrió una espita. Los medios de comunicación estamos en una crisis perpetua y cada vez es más difícil que sean rentables, que alguien haya sabido explotar el periodismo, porque al final es una crónica periodística, y convertirlo en un producto de éxito es fantástico (…) Ha abierto nuevas vías para explotar el periodismo en nuevos formatos y eso es fantástico».
Terrasa respondía a una pregunta en la que se comparaba Fariña con su libro recién publicado, La ciudad de la euforia, que versa sobre las décadas de corrupción en el Partido Popular de la Comunidad Valenciana. Las semejanzas, más allá de que la editorial sea la misma, son evidentes: es un relato basado en prolijas investigaciones periodísticas que se permite la licencia de retratar a los personajes tal y como son.
En sus palabras, «una mezcla entre Gomorra y Los bingueros», con empresarios corruptos corriendo en trikini, empresas públicas facturando el pago a prostitutas como si fueran traductoras o pijazos de gomina y camisa con iniciales reconvertidos en ascetas ante las cámaras que le esperaban en el juzgado. Son los ‘bichos’, las personas de carne y hueso, que dan sentido a la historia y la hacen posible.
La realidad a la que se refiere Terrasa es patente: la de los medios de información es una industria en retroceso. Sí, siguen marcando la agenda y suministran parte del contenido que luego circula por circuitos sociales tradicionales o digitales, pero cada vez son menos los que leen, escuchan o ven información. Según el informe anual del Reuters Institute de 2021, en España solo un tercio de los espectadores ven las noticias al menos tres veces por semana (en Antena 3), un 8% las escucha (en la SER) y apenas un 6% las lee (en El País, que dobla la cifra en formato digital). Los porcentajes corresponden a la primera opción de cada formato.
El reto: seducir sin pervertir
Por eso tiene sentido que parte del futuro del periodismo pueda pasar, precisamente, por hacer periodismo sin que se note. Es decir, en notar historias encajando con los formatos y estilos que el público consume. Si no leen periódicos, pero se hinchan a hacer maratones de series, entonces hay que hacer series. Si no escuchan boletines informativos, pero se suscriben a podcasts, entonces hay que hacer podcast. Si no ven ya los informativos en televisión habrá que ofrecerles documentales. Los principios son los mismos: sólida documentación, información rigurosa e investigación para comprobar los datos. Lo que cambia es la forma de contarlo, construyendo a los personajes.
Juntar las piezas del puzzle es un recurso habitual, sobre todo en historias tan complejas como las citadas. Y funciona también en el pódcast de Los papeles de Bárcenas, del mismo autor que explicó quién era el comisario Villarejo y cómo funcionaban las cloacas del Estado en V. No es, ni mucho menos una tendencia únicamente española: en EEUU se ha hecho para retratar al controvertido Roger Stone, ideólogo de Trump y recientemente encarcelado, ni tampoco es algo nuevo: Gay Talese también lo ha probado con Voyeur, disponible también en Netflix. Hay muchos más ejemplos sobre casos recientes, como El disidente sobre el asesinato de Jamal Khashoggi, o Todos los gobiernos mienten, de un habitual del formato como Oliver Stone, ambas en Filmin.
Como en todas las historias los datos veraces son fundamentales. Pero también el toque personal. Y las historias, sin audiencia, no existen. Eso no quiere decir desvirtuar lo primero para conseguir lo segundo, sino pensar en cómo conseguir lo segundo para que tenga sentido hacer lo primero.
Volvamos a los narcotraficantes gallegos. Sin duda, la historia periodística, la ortodoxa, es la del delito, el impacto económico y el drama de tantas víctimas de la droga. Pero la historia humana va incluso más allá. Si careces de la segunda parte, la que explica la idiosincrasia de los personajes implicados y sus circunstancias, es difícil entender el origen mismo del problema. Cómo explicar si no que Laureano Oubiña, otro de los grandes capos, tenga ahora una tienda online llamada Nécora, como la operación judicial que terminó con su imperio. En ella vende ropa usando su propia imagen, y también un libro llamado Toda la verdad. Pero ese, por suerte, no es periodístico.
¿De los más de 300 deportistas de diferentes países que han colapsado en las canchas tras los pinchazos, nada, verdad? Nada de periodismo de verdad…