La política actual es, a grandes rasgos, un poco como ‘Juego de tronos’: vestirlo todo de apariencia de cambio para que en el fondo pocas cosas cambien. No hay trono ya, pero la rueda sigue girando. No hay siete reinos, pero hay rey. No hay caminantes blancos, pero sigue habiendo miedo. No hay esclavistas, pero sigue la opresión.
Más allá de las opiniones a favor y en contra, la serie de moda se ha convertido en un fenómeno casi generacional. Sin entrar en las cuestiones técnicas (efectos, vestuario, música o guiones) ni narrativas (fantasía medieval, tópicos del género y mensajes de género), hay un campo en el que la saga ha ahondado más que en otros: el juego iba de política, simple y llanamente.
Porque sí, ha habido mucha sangre, mucha destrucción, mucha codicia, muchas traiciones y mucho sexo. Porque el dominio, durante siglos, se ha asentado en variables como esas. Incluso ahora. Solo faltaban dos referencias ineludibles por tocar y acabaron apareciendo en las últimas temporadas: el dinero y la religión.
Así las cosas, esta epopeya recién terminada deja un montón de personajes, diálogos y reflexiones para la posteridad. Pero, sobre todo, un buen puñado de claves para aprendices de brujo (político).
EL ADANISMO CONSUME A CUALQUIER LÍDER
De esto sabe un rato la bruja roja: ella pensaba que el elegido era Stannis Baratheon, luego que era Jon Snow y murió convencida de que era Daenerys Targaryen. También la khalessi lo pensaba de sí misma. Pero de ser aclamada como madre libertadora a convertirse en un trasunto de oradora fascista mediaron apenas unas cuantas batallas.
El motivo es sencillo: en política nadie sobrevive al adanismo. Ella pensaba que era la señalada para liderar el cambio, para mejorar el mundo y para acabar con la opresión… pero acabó cometiendo genocidio y cegándose con ella misma y su obra.
En realidad, ella era parte de lo mismo que intentaba derrocar. Igual que su padre, del que tanto había intentado separarse. Siglos de dominio Targaryen, siempre por la fuerza, que dieron paso a un breve lapso de reinado de los Baratheon y Lannister. Creía que iba a cambiar las cosas, pero en realidad ella era el síntoma más palpable de lo que había que cambiar. Como tantos líderes actuales, clamaba contra un establishment que, en realidad, ella representaba.
EL FRACASO DE LOS EMERGENTES
Los sistemas políticos son fenómenos complejos: enormes maquinarias, con inercias poderosas que son complicadas de romper. Es por eso por lo que, ante escenarios de crisis, siempre aparecen renovadores que quieren subvertir el sistema para acompasarlo a la nueva situación.
Y sí, su presencia introduce cambios… pero en la mayoría de ocasiones ninguna fuerza, tampoco las emergentes, es capaz de luchar contra el sistema.
Es lo que sucede, por ejemplo, con las casas Tyrell y Bolton. La primera compitió con los Lannister en Desembarco del Rey por la primacía política y económica. La segunda compitió con los Stark en Invernalia a través del poder militar. En ambos casos, su presencia supuso cambios en el devenir tradicional de los acontecimientos. Pero nada más.
Los Tyrell confiaban en que su acomodada posición económica –controlaban los recursos del sur– bastarían para influir en la corona. Sin un ejército que les protegiera, y toda vez su posición de poder se esfumó, acabaron desapareciendo.
Lo mismo sucedió con los Bolton, tan enredados en sangrientas disputas internas que descuidaron vigilar la capacidad de sus rivales para encontrar aliados naturales. El resultado fue similar en ambos casos.
EL LÍDER NECESITA UNA MASA ENTREGADA
Todos los frentes de las batallas cuentan con soldados anónimos. A pesar de que la ficción ha desarrollado de forma más o menos profunda un buen número de personajes secundarios y terciarios con nombres y apellidos, toda buena conquista política necesita de héroes sin rostro ni voluntad.
Es el caso de los inmaculados, a los que apenas se ve la cara: solo se reconoce a su líder mientras que los demás, embutidos en sus cascos, actúan al dictado de sus órdenes. No hay cuestionamientos, ni descoordinación: harán lo que sea necesario cuando se les pida hacerlo.
Como ellos, los dothraki, haciendo lo mismo aunque de forma distinta: van con la cara descubierta, pero casi todos lucen igual, caóticos y salvajes aunque coordinados en una única voluntad. Igual que los salvajes, los capas doradas de Desembarco del Rey o –cómo no– los caminantes blancos. Y qué decir de La Montaña, leal hasta el final, sin rostro y sin voz.
En general, ningún liderazgo político puede progresar sin el apoyo ciego de las bases que lo sustentan. Esa masa será homogénea mientras las cosas vayan bien y exista un caudillo fuerte, pero siempre se prestan a moldearse a voluntad de terceros si las circunstancias cambian y acabar escupiendo a la reina a la que ayer aplaudían. Eso sí, si la reina sobrevive al trance, mañana la temerán. Y harán –de nuevo– lo que sea por ella.
LA FE Y EL DINERO APUNTALAN AL LÍDER
La fe ha estado muy presente a lo largo de toda la historia, en varias formas y manifestaciones. Da igual que se tratara de los dioses viejos o de los nuevos, de profecías, ritos de bautismo o magias arcanas. Unos volvían de entre los muertos con destinos cerrados y otras cruzaban el mar para plegarse a un credo casi militar que la transformara en una perfecta asesina.
Incluso ha habido tiempo para el fanatismo al más puro estilo medieval: una inquisición temible, supuestamente nacida de la necesidad y opuesta al poder como manifestación de corrupción. Al final, el adanismo siempre es el límite: cuando la humildad da paso a la creencia de la predestinación, el poder se volatiliza.
Y de fondo, de nuevo, el combate por los recursos: una corona en deuda con un Banco de Hierro que acaba interviniendo en el conflicto desplegando sus tropas –con poca fortuna–. El capital se vuelve tan importante que hasta se desvía al Ejército en los albores de la batalla final para robar el oro que sirviera para condonar las deudas contraídas.
Nadie puede ganar una guerra sin soldados leales y no hay lealtad si no se cubren las necesidades. De primero de política económica.
LAS OPCIONES, SIEMPRE CONTROLADAS
El final de la serie se cierra de forma un tanto abrupta con una suerte de asamblea improvisada: los nuevos representantes de las casas más poderosas de Poniente deben elegir a un rey, toda vez que ya no quedan aspirantes al trono con vida.
Como sucede después de un cambio de mando en una formación política, gran parte de los presentes son ya afines a una causa común, así que ninguno de los resultados posibles conducirá a una crisis.
Y eso es exactamente lo que eligen hacer. Por un momento se debate la forma en que deberán hacerse las cosas. «Los reyes ya no nacerán, sino que se elegirán aquí», proclama un Tyrion convertido en líder del cónclave a pesar de estar preso. La cuestión es cómo elegir.
Un inocente Sam insinúa una democracia: si se debe reinar sobre todos, que todos elijan. El estallido de risa, incluso de los personajes más aperturistas, es evidente. Ningún líder es como el pueblo. «Preguntaré a mi caballo», se burla uno.
No, no se elige libremente: se limitan las opciones y se restringe la capacidad de elegir. No se vota cualquier opción: a modo de Cámara, será una democracia representativa –el pueblo proclama a sus líderes y estos eligen al líder–. Todo lo que no sea limitar las opciones constituye un riesgo inasumible.
EQUIVÓCATE, PERO NO CUESTIONES AL LÍDER
Cuando los liderazgos son inciertos la clave reside en quienes tienen acceso al poder. Juego de tronos es una ficción sobre la guerra, pero, sobre todo, sobre la estrategia hacia la guerra. Personajes como Petyr Baelish, Lord Varys, Tyrion Lannister, Jorah Mormont o en menor medida Davos Seaworth son los que mueven los hilos de voluntades y actos, en muchas ocasiones contra la voluntad de aquellos para los que trabajan.
Los hay despiadados como Meñique, intrigantes como La araña y abnegados como Mormont. Los hay leales y nobles como el caballero de la Cebolla, y los hay lenguaraces como el gnomo.
Son las manos de sus líderes, quienes les aconsejan y ejecutan sus designios, en ocasiones por fidelidad y en ocasiones por mera ambición.
Pero de entre todos surge una enseñanza clave: a ningún líder le gusta rodearse de quien critique sus actos, por más que digan querer un contrapeso a su voluntad. Meñique acaba degollado; Varys, incinerado; Tyrion, encarcelado por traidor; y Mormont, muerto en el campo de batalla protegiendo a su líder. Siempre es mejor cometer errores que te desplacen que enfrentarte y acabar purgado.
EL POSIBILISMO COMO HERRAMIENTA DE NEGOCIACIÓN
Por norma general, la vida útil de los asesores va ligada a la de sus soberanos. Sin embargo, cuando uno de esos Rasputines es lo suficientemente bueno, puede acabar perpetuándose en el cargo; quizá siendo más poderoso que el propio poderoso.
Si hay un ejemplo de ello en la serie es Tyrion Lannister, mano de tres reyes diferentes –Joffrey Baratheon, Daenerys Targaryen y finalmente Brandon Stark–. Y posiblemente su supervivencia en el cargo tenga que ver con su pragmatismo –nunca se expuso en la forma en la que lo hicieron de Baelish o Varys– y, ante todo, con sus posturas posibilistas.
El mejor ejemplo sucede en Meereen durante la segunda travesía por el desierto de Daenerys, cuando tiene que negociar con los esclavistas que aprovechan el vacío para atacar. La esclavitud ya se había abolido, pero él decide conceder una moratoria. Ante la extrañeza de los suyos, y ya en privado, les confiesa que una cosa es lo que se quiere conseguir «y otra distinta, lo que se puede conseguir».
EL ENEMIGO DEL LÍDER SIEMPRE ESTÁ FUERA
Casi todas las guerras, además de por los recursos o por creencias, tienen que ver con el control fronterizo. De hecho, la idea de la invasión extranjera ha dado carta de naturaleza a gran parte de los conflictos a través de la historia y aún se plantea en esos términos la hipótesis de cómo sería nuestro contacto con otras civilizaciones.
En Juego de tronos, el enemigo exterior es una constante. Los salvajes siempre han estado al otro lado del muro y nunca se les ha dejado pasar. Los dothraki no eran una amenaza porque temían cruzar el mar. Finalmente, los caminantes blancos no suponen un riesgo real para muchos porque no pueden llegar a Poniente.
La idea de la burbuja cunde en toda la serie. De hecho, a pesar de que gran parte de la trama, tiene que ver con lo que sucede al otro lado del muro o del mar –no solo la Bahía de los esclavos, también Braavos–, las decisiones siguen tomándose de espaldas a lo que hay más allá.
LAS COALICIONES SON UNA TRAMPA
En política la capacidad de alcanzar pactos puntuales es un arma poderosa, pero todo lo que suponga una coalición de larga duración es una trampa mortal. En todo equipo de gobierno híbrido acaba habiendo una fuerza fagocitada por la otra, en una suerte de equilibrio imposible en cuanto los intereses electorales chocan.
En la serie también sucede lo mismo. Los Baratheon ganan el trono, pero se apoyan en los Lannister para asegurar el capital y acaban siendo eliminados de la ecuación.
El rey es asesinado –indirectamente– y ni siquiera sus hijos son suyos, de forma que de la casa solo queda el apellido. La muerte del resto de hermanos en las guerras venideras dejarán la herencia en manos de un bastardo nunca reconocido.
Lo mismo sucede con otras casas poderosas. Dorne y las islas del Hierro se coaligan con Daenerys para marchar contra la reina Cersei, pero acaban dejándose toda su línea dinástica en el camino.
Lo mismo le sucede a los Bolton o a los Frey cuando conspiran junto a los Lannister contra los Stark. En cada pacto la misma tendencia: solo uno de los firmantes acaba sacando ventaja.
EN TIEMPOS DE CRISIS, TECNOCRACIA
Al final la serie se resuelve de una forma más o menos inesperada. No ganan los caminantes blancos. No reina Cersei. No reina Daenerys. No reina Jon. Ni siquiera reina Sansa –o no en Desembarco del Rey–. Gobierna alguien que no ha hecho más que vagar de un lado a otro, no ha empuñado una sola espada y no ha dirigido ni una batalla.
Brandon Stark es la viva imagen del tecnócrata. Alguien a quien nadie tenía en consideración, pero que se convierte en la respuesta necesaria cuando ningún otro aspirante cuenta con la aprobación del resto. Su perfil, intelectual, prudente y respetado por todo lo que sabe, hace el resto.
Como sucediera en la Europa poscrisis con la edad de los tecnócratas designados, Brandon cuenta con una desventaja ventajosa: no puede tener hijos. Dicho de otro modo, no podrá perpetuar su estirpe en el cargo.
Es, sencillamente, el hombre adecuado para el momento adecuado. O como él mismo suele decir, el que estaba justo en el lugar en el que tenía que estar. La política también va de suerte. O quizá es verdad que existe el destino.