Admitirlo resulta políticamente incorrecto, por supuesto, pero es este un sentimiento con frecuencia alentado por Hollywood y sus grandes producciones. No es lo mismo ver Independence Day o Godzilla (por poner dos ejemplos del gran destructor, Roland Emmerich) en la butaca de un cine de Nueva York, y salir a la calle y comprobar que el Empire State sigue ahí, que ver la misma película en Murcia.
El compositor Karlheinz Stockhausen manifestó en septiembre de 2001, tras contemplar infinitas veces la hipnótica imagen de las Torres Gemelas segadas por la hoz de sendos aviones, que aquello podría considerarse como «la mayor obra de arte jamás ejecutada». Como era de esperar le llovieron las críticas, le suspendieron conciertos y luego matizó sus palabras: «Lo que hemos visto, y hemos de cambiar por completo nuestra manera de contemplar: el hecho de que unos seres se preparen como locos para un solo acto durante años y lo ejecuten una vez y mueran en la ejecución hace que sea la mayor obra de arte jamás realizada. Yo no podría hacer algo similar. Los compositores no podemos hacer nada comparable».
En la película Relatos salvajes (Damián Szifrón, 2014) hay una escena de la demolición de un edificio que pilla desprevenido al espectador. Estas demoliciones, que programan los consistorios de las ciudades con antelación, son objeto de miriadas de curiosos que se agolpan en el perímetro de seguridad para percibir el poder de la mano del Hombre, por utilizar una expresión que ha caído en desuso.
Esas detonaciones controladas y el colapso de las estructuras envueltas en una nube de polvo irrespirable nos recuerdan que no hay nada eterno, y mucho menos un edificio, por muchas anécdotas y vivencias que hayan tenido lugar al abrigo de sus muros durante décadas.
Los americanos, con ese sentido del espectáculo que tienen incrustado en su ADN, han convertido la voladura de edificios emblemáticos en un show de pirotecnia y fuegos artificiales, como puede verse en este video recopilatorio con la destrucción de 10 casinos en Las Vegas a lo largo de varios años:
El 13 de septiembre en 2009 en Texas se ejecutó la demolición controlada de este edificio de 31 plantas. Impresionante.
Aunque uno de mis favoritos es la demolición del Ayuntamiento de El Paso, en 2013:
La guerra también genera imágenes imborrables en la retina, al menos vista desde el aire. Imaginamos que los pilotos pueden dormir tranquilos tras bombardear una ciudad porque no ven a los seres humanos, solo las estructuras, como en un letal video juego.
El bombardeo de Pearl Harbor se puede visionar con un toque épico aquí:
Hipnóticas resultan también las imágenes de los bombardeos sobre la ciudad de Berlín o Hamburgo, en la Segunda Guerra mundial.
¿Qué decir de las erupciones volcánicas súbitas? No tenemos imágenes directas de la explosión del Vesubio en Pompeya y Herculano en el año 79 d.C., pero la catástrofe nos dejó innumerables momias de ciudadanos a quienes la muerte tomó una instantánea morbosa, una fotografía en 3D del horror que ni siquiera se esperaban. La novela Los últimos días de Pompeya (Edward Bulwer Lytton) es quizá la mejor reconstrucción de aquellos fatídicos días.
La gigantesca ola del tsunami que en 2004 acabó con la vida de cientos de miles de personas en el sudeste asiático es el principal reclamo de Lo imposible (J.A.Bayona). Toda esa orgía de destrucción masiva cautiva al espectador, que disfruta de la entropía infinita que se muestra ante sus ojos desde la comodidad de la butaca del cine, o del sofá. No por mil veces vistas, las imágenes reales de aquel desastre han perdido un ápice de su perverso hipnotismo:
http://youtu.be/pTtneXyhoPA?list=PLNspHwmzscYEZWYH-dcbmQn7G0R_dewwF
Sin embargo, ver los efectos finales de la destrucción no nos hace segregar ninguna endorfina, sino que nos sume en una profunda y comprensible tristeza, la misma que produce ver el cartel promocional de la película El Pianista (Roman Polanski, 2002) con un hombrecillo oscuro caminando entre los escombros de la que un día fuera su ciudad…
El hongo nuclear que arrasó Hiroshima el 6 de agosto de 1945, semejante al del día 9 en Nagasaki anida en nuestra memoria como una de las secuencias más significativas del siglo XX. Es terrible, sí, pero encierra una belleza atroz y desafiante. Ojo con el vídeo:
La fascinación visual por los desastres, ya sean naturales o militares, viene de lejos, y comporta un factor antropológico, casi atávico, pues desde la confortabilidad de nuestra cueva contemplamos cómo el mundo se va a tomar por culo mientras nosotros permanecemos calentitos, alimentados y guarecidos.
Pero ningún desastre es bello cuando formamos parte de él.
¡Qué bella es la destrucción!
