Durante siglos, las reliquias de los santos de la Iglesia han sido el fundamento de catedrales y basílicas. Así como sobre la fe de los mártires se construía la comunidad eclesial, sobre sus reliquias, incorruptas o no, se construían los edificios que albergaban a sus devotos. Los templos fundados sobre reliquias de los grandes personajes de la religión católica atraían riadas de peregrinos.
Y con tanta peregrinación la cosa, tal vez involuntariamente, se convirtió en una fuente de beneficios y ganancias que generaron un auténtico tráfico de reliquias, incluidas falsificaciones y creaciones espurias.
Hay historias de reliquias para llenar horas de entretenimiento. Repartidos por el mundo se encuentran al menos tres prepucios del niño Jesús, unos sesenta dedos de San Juan Bautista (qué gran pianista se perdió la humanidad), varias gotas de leche de la Virgen María, e incluso plumas de las alas del Espíritu Santo o del arcángel Gabriel. Partes de la anatomía de todos los santos que en la historia han sido andan ahora por el orbe y darían para llenar varios museos: dedos, tibias, cráneos, cuerpos enteros, orejas y hasta un pelo de la barba del mismísimo Jesucristo, Dios y hombre verdadero.
Pero no se crean que esta afición a la casquería es exclusiva de la Santa Madre Iglesia, y a eso iba yo hoy. Los cadáveres de grandes científicos y pensadores fueron desmembrados y sus reliquias recorrieron el mundo de la misma forma que las de los Reyes Magos (que hoy están en Colonia) o que el Santo Grial (que vaya usted a saber dónde está).
Por ejemplo, el cadáver de Descartes llegó de Suecia a Francia sin su dedo índice. Se lo quedó el embajador porque «le hacía ilusión tener el dedo que había escrito aquello de cogito ergo sum». Y a la cabeza le dieron el cambiazo en el viaje, por cierto. La que enterraron con el cuerpo de Descartes era otra. El auténtico cráneo de don Renato anduvo de escritorio en escritorio de Europa inspirando cogitaciones hasta que el químico Berzelius se lo pasó al naturalista Cuvier que a su vez se lo pasó al Musée de L’Homme de París, donde descansa ahora.
Y hablando de dedos, no es el de Descartes el único dedo viajero de la historia de la Ciencia, qué va. A Galileo le arrancaron tres de ellos al morir, que la gente se disputaba junto con un diente suyo por sus supuestos poderes. Se les perdió la pista, hasta que por casualidad se encontraron dos de los dedos junto al diente en una subasta en 2009. El tercer dedo se había recuperado años antes. Ahora están los tres juntitos en el museo Galileo de Florencia, en una urna, cantando eppur si muove.
Este gusto por los cadáveres VIP no es solo medieval. El Santo Grial de las reliquias científicas son sin duda los sesos de Einstein. Y eso que él había pedido ser incinerado. Y lo fue, sí, pero antes, don Henry Abrams (oftalmólogo del genio alemán) y Thomas Harvey, patólogo de Princeton, se guardaron respectivamente dos trofeos: los ojos y el cerebro de Einstein. Este último fue troceado por Harvey, parte en rodajas, parte en tacos (perdón si les suena a tapa de bar) y Harvey fue enviando generosamente muestras y porciones a instituciones que se las pedían. Administró los sesos con mesura y aún le quedó un poquito para donar a un museo antes de morir.
Abrams aún conserva los ojos; los de Einstein, quiero decir. Según él, mientras los conserve es como si su paciente y amigo Albert no hubiera muerto del todo.
«Todos deberíamos ser respetados como individuos, pero jamás idolatrados», dicen que dijo una vez Einstein, con esa forma burlona que tenía de mirar.
[…] Los ojos o el cerebro de EInstein, entre las "reliquias científicas" […]