Ir al centro comercial ni me agrada ni me disgusta. Pero hay tres o cuatro cosas que no me hacen gracia: una, los sillones de tela en el «área de descanso». (No son los de moneditas, no: son los que están para sentarse a esperar a la gente con la que has quedado). Para algunos, literalmente son de descanso: a un lado, la latita de cerveza, y en el móvil el último episodio de The Walking Dead.
Realmente, los sillones de tela de los centros comerciales no se diferencian mucho de los de casa (aquí, que nadie se ponga digno): huelen a sudor, tienen pelos de la cabeza, de la nariz o vete a saber, restos de patatas fritas y frutos secos, y hasta olor a pies. La diferencia es que uno aguanta sus propios olores, tolera los de la familia y rechaza los ajenos. Podría establecerse la edad de un sillón de tela de centro comercial por las capas de sudor incrustadas en él. Creo que un tipo como Hannibal, el que se come a la gente, podría pasar el dedo por el sillón, llevárselo a la boca y apreciar distintas texturas de sudor. Sí, texturas, el sudor de algunos es de una capa, y el de otros de dos capas y hasta de tres. Hay gente que se excita con olores corporales desagradables que sufrirían escozor de ojos si aplastara la nariz contra estos sillones.
La otra opción si estás esperando a alguien y no necesitas cargar el móvil es esperar de pie. El problema es que si no quieres mirar el móvil si no mirar despreocupado a tu alrededor, ver pasar la gente, sin prestar atención, entonces se te acerca gente para ofrecerte tarjetas de plástico o fibra óptica. Te darás cuenta por el rabillo del ojo de que los guardas de seguridad te observan (menos los que van en segway, que tratan de guardar el equilibrio); que los viejos de los sillones te miran y murmuran. Eres sospechoso de algo por no hacerte un selfi o actualizar tus estados en las redes sociales o mirar con ojos de loco la entrada con cara de «uf, lo que tarda».
Sin embargo, si te quedas quietecito en un sillón de tela, no parecerás sospechoso, aunque tengas una mano sobre otra. El problema es que estos sillones son como un agujero negro: lo atrapan todo. Sobre todo en los meses de verano. No importa que el centro comercial baje la temperatura a un estado glacial, estos sillones tienen una capacidad de absorción de líquidos mayor que la compresa más sofisticada del mercado.
La gente también es culpable. La gente, así, a bulto, que no se ofendan los de ducha diaria y champús con sabores a comidas. Porque los hábitos de higiene han cambiado mucho. (Una prueba: en los baños de los centros comerciales cada vez hay más carteles con instrucciones para lavarse y secarse las manos después de usar el baño).
Cuando se abrieron los primeros centros comerciales en España uno iba a ellos como de domingo, aunque fuera martes, todo estaba nuevo y reluciente… Los centros parecían naves extraterrestres que acababan de aterrizar cerca de tu barrio y venían en son de paz. Y claro, uno no quería ser como esa manchita de café que se cae al suelo en una casa que visitas. Uno pensaba: «Ya somos más modernos, ¡como los americanos! ¡Como Rob Lowe o Matthew Broderick!» (¡Eran los 80!) Uno ya no tenía que envidiar a esos chicos y chicas que después del instituto se paseaban por el centro comercial para verse unos a otros. El centro comercial parecía una zona neutral. Un sitio para hacerte el encontradizo
—Oh, qué sorpresa, Anamari —aprendía uno rápido de las pelis de instituto— ¿Qué haces por aquí?
Anamari iba con dos amigas, pero como si no existieran.
—Vamos a ver Armas de mujer.
—¡Justo la que he venido a ver! —Lo siento, Bruce Willis, no les interesa La jungla de cristal.
—¿Solo?
—No. Me han dejado tirado —dicho rápido parece verdad—. Me voy con vosotras, si no no os importa.
Ahora no importa si vas o no maqueado al centro comercial o los calzoncillos a la vista llevan tres días incrustados al sujeto. Ahora uno no quiere encontrarse con nadie en el centro comercial. Uno va a lo que va. Ha quedado con alguien o va a quejarse porque el móvil conseguido con los puntos no va bien. Deben ser puntos de sutura. Uno no quiere encontrarse con nadie para evitar charletas e invitaciones a bodas, bautizos y comuniones, cumpleaños y barbacoas. ¡Que me dejen quejarme por el móvil o comprar una tarjeta-regalo tranquilo que no sé qué leches regalar a mi sobrina!
Curiosamente, nadie repara en ti si estás en un sillón de tela. En un banco de plástico sí: porque estás ahí solo, rígido porque no hay respaldo. Llamas la atención como la luz de un faro en la noche. Uno sabe por el viejo sentado en el banco de plástico, uno con carrito de bebé, que detrás hay fondo. Pero en un sillón de tela puedes estar toda una tarde sin que nadie te llame la atención. Pasa por delante de ti gente del barrio, gente que conociste en el instituto, hasta tu mujer pasa por delante sin reparar en ti.
De alguna manera, uno forma una simbiosis con el sillón de tela que no entiendo como el ejército de los Estados Unidos no lo ha investigado como método de camuflaje. El olfato se adapta al entorno y los sobacos del tipo de la izquierda y los pies de la muchacha de la derecha que apuntan a ti resultan imperceptibles aunque diez minutos antes respirabas por la boca y te metías dos caramelos de menta. (¿No resulta curioso que las tiendas de golosinas estén junto a los sillones de tela?)
Me pregunto quién fue el iluminado que asoció verano y asientos de tela en el centro comercial. Asientos que si uso es porque tienen cercana una columna para recargar el teléfono móvil. He aquí el peligro de salir de casa sin comprobar la carga.
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Imagen principal: Ilustración del autor sobre fotografía de Jarmoluk bajo Creative Commons.