En tiempos de Kojak y Enrique y Ana, los vendedores que llamaban a las puertas de las casas pretendían vender enciclopedias, seguros de los muertos y anillos, pulseras y pendientes de oro.
Una vez llamó un poeta. Mi padre le compró un ejemplar. Poemas sin rima con garabatos del autor (estos, a imitación de Lorca). Me pregunté si la vida de un escritor era ir cargado con una maleta de libros para venderlos por bares y peluquerías: «Para su hijo, para su hija, poesía bonita que dicen verdades».
Mientras Will Smith comenzaba su carrera como Príncipe de Bel-Air, España tenía casi cuatro millones de parados, cifra entonces vista como una tragedia. Pero quien más y quién menos sacaba un dinerito haciendo chapús. Como el uso del palustre, las tuberías y la electricidad, para mi desgracia, no estaban entre mis conocimientos, probé suerte como vendedor puerta a puerta. Así me hice vendedor de baterías de cocina o al menos, paseante de la maleta…
Los dueños del negocio de baterías me hicieron memorizar una historia sobre los utensilios para cocinar desde Roma a las maravillosas baterías en las que no se pegaba la comida. (Cómo se ve, el storytelling no nació hace tres días). Las señoras que accedían por compasión a escucharme acababan bostezando. Incluso una se durmió a mitad de la presentación. Y aunque hice recortes en el guion que me entregaron, aquel negocio no prosperaba. Eran los tiempos de libros de autoayuda con títulos como Sea el vendedor más grande del mundo o Venda y hágase rico, libros yankis que contaba historias de tipos como Samuel Paterson, de Sylacauga, Alabama, que comenzó vendiendo productos de limpieza puerta a puerta y cinco años después conducía un descapotable de 50.000 dólares.
Intenté aplicar lo que aquellos libros decían: Tú eres el mejor milagro; camina dos kilómetros en vez de uno; si quieres vender, vende entusiasmo (como se ve, los vendemotos no nacieron ayer). Sin embargo, tras un mes, consideré que con lo obtenido no podría pagar ni el Elvis para el salpicadero del descapotable. Así que devolví el maletín con las baterías y me quedé con los cuchillos de regalo para las clientas a modo de consuelo y remuneración.
Con el tiempo fueron desapareciendo los vendedores de pulseras de oro, de seguros de los muertos y de enciclopedias (cuando el mueble-bar de cada casa tenía ocupado el hueco correspondiente). Aunque aún era posible leer en El Cambalache ofertas de empleo —¡ja!— que requerían a jóvenes con buena presencia y entusiasmo para trabajar comerciales. Estos anuncios solían acabar así:
SI TIENES COCHE PODRÁS SER JEFE DEL EQUIPO.
Un eufemismo para designar el puesto cuya misión era recoger vendedores y repartirlos por los pueblos.
Es posible que la teletienda diera por entonces una lanzada más a la venta a domicilio. Aún quedaban años para que llegaran las reuniones de tuppersex entre amigas. Los únicos vendedores puerta a puerta que uno veía estaban en las películas americanas ambientadas durante la Gran Depresión. Tipos que vendían planchas para la ropa o aspiradoras en el Medio Oeste. Vendedores muertos de hambre y potenciales clientes que luchan para que el banco no se llevara la granja y el adolescente de la familia no acabara siguiendo los pasos de Clyde Barrow más conocido con el rostro de Warren Beatty.
Poco después, el correo electrónico pareció llamado a eliminar de una vez por todas a los vendedores puerta a puerta. Pero, ¿quién ha comprado algo recibido por email? Así nacieron las televendedoras que, para continuar con la ancestral tradición, comenzaron ofreciendo seguros de los muertos a precios competitivos, para pasar a vender seguros de coche, tarifas de telefonía móvil y seis botellas de vino de alta calidad a un precio excepcional con una paleta de jamón de Jabugo de regalo. Trabajo infructuoso, trabajo decepcionante para quienes lo realizan y molesto para quienes reciben las llamadas.
Una televendedora anotó en un cuadernito las respuestas de los potenciales clientes. Leí el cuadernito, lleno de respuestas ocurrentes, muchas propias del cabreo de quién es interrumpido en medio de alguna actividad. Recuerdo una frase:
¡ME HAS CORTADO EL QUIQUI!
Es posible que la saturación de publicidad en los buzones físicos y virtuales, las televendedoras y el desdeño por los anuncios de televisión, acabaran por recuperar la figura del vendedor puerta a puerta. Ahora no venden enciclopedias ni seguros de muertos ni poemas. Ahora quieren que cambies de compañía eléctrica o de proveedor de internet. En ocasiones disfrazan la venta como encuestas sobre hábitos de consumo o dicen que vienen a informar sobre una nueva normativa legal que me obligará a pagar más por la luz o que recibiré penalizaciones si no informo de mi situación. En estos encuentros hay momentos incómodos.
—No me interesa comprar nada —digo.
—Solo quiero informar —dicen.
—Perdona, pero estoy trabajando ahora mismo.
—Yo también —con el labio torcido. En este momento, el vendedor intuye que le cerraré la puerta, que no se llevará su comisión y que tendrá que decirle a su pareja o a sus hijos que no hubo suerte, que no podrán hacer frente a la hipoteca.
—Mira, lo siento —yo, cerrando la puerta.
La última imagen que tengo es la del vendedor con los ojos de pánico, desconcertado, como si aquella fuera la primera vez que recibe un rechazo, o como si fuera la última oportunidad de llevarse unos euros al bolsillo a fin de mes. Pero un servidor no está en disposición de cambiar de compañía de teléfono cada tres días ni por necesidad ni por pena, y porque no es práctico. Uno piensa en decir la próxima vez que yo no soy yo, que soy el hermano del dueño del piso, que mi hermano está en Francia.
Uno, que estuvo al otro lado de la puerta, comprende que el trabajo de vendedor es duro y mal remunerado. Sin embargo, alberga un odio por las empresas que ofrecen estos empleos de mierda. Empresas que, por otro lado, no tienen ni zorra idea de cómo hacer ventas. Empresas responsable de daños emocionales: los vendedores caen en la frustración y los posibles clientes acaban fastidiados, y ambos, recelosos del género humano. La pretendida cercanía se convierte en un distanciamiento. Las empresas no acaban con los ánimos destrozados ni siquiera molestas porque carecen de alma y cambian a los vendedores que abandonan por otros. Les basta colocar anuncios en las paradas de autobuses y farolas: Buscamos personas con energía…
Vendedores puerta a puerta
