Son las 8.30 de la mañana y el Museo Metropolitan de Nueva York aún no ha abierto sus puertas. Las salas parecen en silencio, pero de repente un trote multitudinario empieza a acercarse, sincopado con un rumor de música disco. Un grupo difuso corre a paso ligero a través de los pasillos, hace sentadillas frente al Retrato de Madame X, de John Singer Sargent, unos jumping jacks frente a Perseo y para terminar, yoga ante la atenta mirada de Diana Cazadora. La combinación puede parecer absurda, pero cada vez es más frecuente.
Se llama The Museum Workout y cada vez está más solicitado. Cuando se anunció, las entradas desaparecieron. Y al ampliar sus clases hasta febrero, se vendieron en una tarde. Las fechas recientemente anunciadas para marzo ya están todas vendidas. En los últimos meses decenas de personas hacen deporte en las dependencias de uno de los museos más importantes de EEUU antes de que los visitantes convencionales hagan su aparición. El MetLiveArts ha colaborado con la compañía de danza contemporánea Monica Bill Barnes & Company y la artista Maira Kalman para parir este experimento que lleva poniéndose en práctica desde principios de año. No son los únicos.
El Victoria and Albert Museum tiene un evento mensual en torno al yoga; el Brooklyn Museum de Nueva York ha abierto una de sus dependencias para esta actividad. En Bélgica también se han apuntado a la moda y los Museos Reales de Bellas Artes organizan clases semanales. El Philadelphia Museum of Art, el New Orleans Museum of Art, el Nelson-Atkins Art Museum o el Houston Museum of Art; todos ellos organizan sesiones de yoga. Pero ¿por qué poner en riesgo valiosas colecciones para que un puñado de yoguis saluden al sol rodeados de arte? Hay varios motivos.
Los museos no suelen dejar correr en sus dependencias. No parece una medida arbitraria, la torpeza humana ha causado destrozos considerables en los últimos años. Un Triple Elvis de Warhol, unos jarrones de la dinastía Qing o una estatua del siglo XVIII en Lisboa son las víctimas más recientes. Sin embargo, los selfis, los cordones desatados o la falta de vigilantes son las principales causas de estos destrozos.
Las clases deportivas en museos están controladas. Siempre hay unas reglas que se explican antes de empezar, un profesor atento no sólo a que su alumnado tenga la postura adecuada y ciertas exposiciones o estancias que no son aptas para su uso. Aun así se puede argumentar que añadir un poco de jogging o de yoga a la ecuación seguramente no la hará más segura, pero sí más interesante para cierto tipo de público. Y este es un riesgo que muchos están dispuestos a correr.
«El truco está en programar bien», asegura Ignacio Araujo. «Da igual que tengas la mejor exposición del mundo, si no programas actividades la gente no va a venir. Y esto no puede ser sólo talleres para niños, que están muy bien; pero en la sociedad somos muchos más, hay jubilados, trabajadores, deportistas… Tienes que ofrecerles algo».
Araujo es gestor cultural. Ha trabajado en EEUU, donde la práctica de deporte en el museo es algo reciente pero relativamente normal. «Allí está más extendida la idea del museo social», explica. «No sólo hacen clases de yoga, sino que organizan mercadillos los domingos e incluso barbacoas».
Tampoco se trata de coger la panceta, unas litronas e ir al Prado como un dominguero más. La idea que propone Araujo es acercar el museo a la gente y eso pasa por analizar el lugar, la exposición y el público. Él, por ejemplo, vio la oportunidad de introducir el yoga en el museo cuando el Centro de Arte Contemporáneo de Málaga programó la exposición To Breathe: Zone of Zero de la artista coreana Kimsooja.
Araujo había propuesto la idea a muchos museos, pero este parecía estar más dispuesto y la exposición en cuestión era la oportunidad perfecta. La muestra estaba compuesta por 708 farolillos budistas con forma de flor de loto y sazonada con cantos tibetanos, gregorianos e islámicos. A través de ella, Kimsooja quería explorar la unión de mente y cuerpo, un concepto que casa más que bien con la práctica del yoga. Pero también había motivos algo menos místicos. «El espacio era perfecto», recuerda Araujo, «la pieza colgaba del techo, no había esculturas, no había nada en medio».
Así fue como en noviembre, en un pequeño centro malagueño, empezó a exportarse la práctica del yoga en museos a España. Costaba cinco euros y se hacía en el horario normal de visitas. Estaba programada para lo que durara la exposición, pero cuando se fue a instalar la siguiente (sobre Mark Rayden, el padrino del pop surrealista) decidieron mantenerlo, visto el éxito inicial y que aún había cierta conexión con la temática de la nueva colección.
Al final el experimento duró cuatro meses y Araujo está empezando a llevarlo a otros lugares. El pasado febrero, sin ir más lejos, organizó una sesión de yoga en la sala de religiones orientales del Museo Nacional de Antropología de Madrid.
¿Por qué el yoga?
El yoga tiene muchos variantes. Más allá del Akram, Bikram y Anusara, la fiebre por esta disciplina ha parido experimentos como el yoga con animales, el yoga sobre animales, el yoga sobre tablas de surf… También puedes practicarlo desnudo o si quieres ir más allá, probar el kink yoga, que relaja unos chacras mientras excita otros y te prepara para una sesión de sado.
Puedes compaginarlo con tu sentimiento fan y hacer la flor de loto tal y como la haría Madonna (una variante llamada Voga, en honor al disco más famoso de la ambición rubia), practicar NamasDrake, que mezcla la filosofía oriental con los ritmos del rapero estadounidense, o sumergirte en la meditación más friki y combinar el yoga con tu amor por Harry Potter.
Sí, tipos de yoga hay muchos, incluso para los más puristas, que pueden disfrutar de una sesión más tradicional por unas módicas 1000 libras en el último piso de The Shard, el rascacielos más alto de Europa.
Podemos sacar muchas conclusiones de este breve listado, aunque quizá la más recurrente es que hay tantos tipos de yoga como tipos de gilipollas. ¿Puede que el yoga en museos sea una variante más de la estupidez moderna? A pesar de lo llamativo del titular y lo poco convencional que pueda parecer en un principio, es difícil afirmar que sea así.
La práctica del yoga en estos espacios está más que justificada desde todas las perspectivas. Como explica Araujo «lo ideal es practicar el yoga en espacios al aire libre». Esta es una máxima que se puede observar durante la primavera y el verano, pero no en los días de frío y lluvia, con lo cual hay que buscar una alternativa. Hasta ahora, la más recurrente era el gimnasio, pero Araujo la descarta por ser «más frío y aséptico». «Al final», explica, «el yoga no es sólo ejercicio, también hay sentimientos y el entorno es muy importante para su práctica».
Pero este gestor cultural no sólo hace hincapié en cómo mejora la práctica de yoga cuando se hace en el museo, sino que está convencido de que es una simbiosis para ambos. «Antes de empezar las clases vemos y comentamos la exposición», matiza, «por eso a los museos les gusta». Este deporte, si puede considerarse como tal, es uno de los que tiene más adeptos y supone menos movimiento, menos riesgos para un entorno museístico, así que se configura como el aliado perfecto para hacer algo diferente. Al final se trata de traer a más gente a los museos. Y cualquier medida que consiga eso, por rompedora o new age que parezca, merece ser tenida en cuenta.
La sesión de Yoga en The Shard cuesta 45 libras, no 1.000…
La colectiva, y no en el último piso. Lo que son 1000 es la individual en el último. Un saludo!
[…] 5. Saluda al sol… y a Monet: el yoga llega al museo […]
Me ha encantado este post. Te escribo desde una escuela de yoga y desconocía esta práctica en museos, me resulta muy curioso y una gran idea. Gracias por la información!!