Hubo un tiempo ya lejano en el que las películas y series para niños eran solo para niños. Ahora ya nos hemos acostumbrado al modelo de Los Simpson, en el que la animación pretendidamente infantil da paso a lo que en realidad son complejos debates destinados al público adulto.
Así, Star Wars puede ser un producto para una izquierda mainstream, Los juegos del hambre –y similares– son una defensa a la revolución tolerable, Peppa Pig esconde una sociópata en potencia, Lady Bug habla de la nueva sociedad actual o Los Increíbles esconden una crítica feroz a la moda de ser antisistema.
Ahora llega un ejemplo más: Smallfoot es una crítica salvaje a la religión que acaba por convertirse en una oda del statu quo.
Es cierto que hay cintas populares que se saben políticas desde el inicio. Es el caso de la saga galáctica de George Lucas o de las novelas orwelianas estilo Sinsajo. También es cierto que hay lanzamientos, como es el caso de la cinta de animación de la familia de superhéroes, que se exponen a un análisis político cuando basan su campaña de lanzamiento en un alegato pretendidamente feminista al relegar al hombre al cuidado del hogar mientras que es la mujer la que hace de superheroína.
Ahora bien, ¿por qué una producción tan naïf como Smallfoot puede encajar en un análisis de tipo sociopolítico? Vayamos por partes.
El arranque de la cinta describe una sociedad de yetis felizmente instalada en algún rincón del Himalaya. Son criaturas felices y afables, de marcadas rutinas diarias, con un líder que sintetiza el poder absoluto.
Es un tipo sonriente y afable, respetado y querido por todos, pero que encarna la antítesis de la división de poderes. Es, a la vez, el líder político, el encargado de redactar las leyes y, en última instancia, el encargado de velar por su cumplimiento. Por si fuera poco, ejerce su liderazgo envuelto de cierta mística religiosa, a la usanza de un líder sectario cualquiera.
Tamaño poder, sin embargo, no molesta a los demás. Son felices con sus rutinas diarias, siempre repetidas e irracionales. La descripción de la sociedad feliz y cantarina choca pronto con la perturbadora realidad: se aferran a sus creencias sin cuestionamiento alguno, tomando como causalidades lo que en realidad son casualidades.
Sirva el ejemplo de la profesión familiar del protagonista: deben hacer sonar un gong gigantesco para que amanezca. En realidad no saben que amanecería igual sin tocar el gong porque jamás han fallado a sus obligaciones, de forma que no encuentran argumento alguno para cuestionar la validez de su procedimiento.
Todo eso salta por los aires cuando se encuentran de forma fortuita con los humanos. Como en toda cinta de este tipo que se precie, hay una especie de resistencia que descubre que todo es una gran mentira y que, aunque el Guardián (el líder supremo) se ha encargado de desmentir la existencia de los humanos, ellos saben que sí son reales porque los han visto con sus propios ojos. La religión irracional chocando contra la razón empírica.
Hasta este punto la película, más allá de la calidad de la animación y las cancioncillas típicas, resulta previsible y anodina: el devenir de la película es tan obvio que casi se vuelve incómoda la forma en la que se cuestiona, por estúpido, cualquier argumento negacionista.
Sin embargo el metraje esconde algo más arriesgado. Cuando uno asume que el Guardián engaña a todos para mantener su cuota de poder, de pronto descubre que en realidad no es un ser malvado, sino un auténtico protector. Toda esa construcción social, toda esa narrativa de control (que llega a afirmar que las dudas desaparecen cuando se evita verbalizarlas) tiene un sentido: la protección.
De esta forma, cada rutina incentivada durante años responde a una compleja maquinaria de ocultación. El objetivo de cada labor y de cada norma aparentemente arbitraria ha sido mantener a los yetis separados de los humanos.
Y no es el típico objetivo político que esconde una teórica ganancia para el líder de turno, sino un sacrificio entendido como necesario para salvaguardar la supervivencia de su especie. El Guardián es en realidad el depositario de un secreto –que los humanos sí existen, y son muy peligrosos– que mantiene ignorantes a los suyos para evitar su aniquilación.
La moraleja, perversa como es, vendría a indicar que es mejor la ignorancia al riesgo. O que hay secretos que es mejor no cuestionar, porque en el fondo existen por tu propio bien.
Lo que aparentaba ser una crítica a la religión o a la obediencia irracional de normas no científicas acaba siendo una defensa encendida de la capacidad del poder para restringir la información al ciudadano. Es la asunción y normalización de que la sociedad necesita ser defendida por líderes conocedores de verdades superiores.
Con todo, la película acaba en un punto intermedio: está bien cuestionar las normas si de verdad se busca un futuro mejor. Pero el mensaje de fondo es inquietante: puede que te controlen y manipulen, pero es por tu bien. A fin de cuentas, el líder absoluto del pueblo busca el bien común y no el suyo propio. Al menos en esta ocasión.
PD.- Entre tanta desazón cívica, un halo de esperanza: la elección de El Chojin como voz del El Guardián y su poderosa canción revelando el secreto que da sentido a la película. El enésimo giro del film es que sea justamente un artista como él quien pone voz a un sistema –más o menos– opresor.