Cuando comenzó la lucha antitabaco, algunas de las asociaciones más beligerantes contra ese hábito exigieron retocar las escenas de fumadores en todas las películas rodadas hasta el momento. Eso hubiera dejado a Humphrey Bogart, Steve McQueen o Sharon Stone sumidos en el olvido, puesto que en cada una de ellas el cigarrillo formaba parte de la fuerza de sus personajes.
No pudo ser, entre otras razones, por los elevadísimos costes que hubiera supuesto tal decisión.
En cambio, en otros medios más manejables sí que resultó factible. Al famoso vaquero del cómic, Lucki Luke, le eliminaron su permanente cigarrillo en la boca sustituyéndoselo por una ramita. Siguió siendo el pistolero más rápido del lejano Oeste, pero sus ventas se vinieron abajo.
Algo parecido está sucediendo ahora con el sexo. Existen asociaciones que plantean eliminar las escenas de películas clásicas que nos muestran modelos de relación sexual inapropiados en un momento en el que el «solo sí es sí» ha alcanzado tan elevado nivel de consenso.
Lo que sucede es que tales escenas no se rodaron hoy, sino que representan la realidad de un pasado más o menos lejano. Eliminar ese pasado supondría tergiversar la historia con la absurda pretensión de deshacernos de ella.
Llevado al extremo, y retrocediendo en dicha historia, deberíamos repintar algunos cuadros de El Bosco, Rembrandt, Rubens o Goya. Y también convendría reescribir el Decamerón, Justine o Lolita.

El presente no puede reeditar el pasado. Aunque es cierto que esto es algo que se ha intentado desde siempre. Especialmente con el advenimiento de la fotografía, donde no por casualidad fueron los grandes dictadores, Hitler, Stalin, Mussolini y Mao los que se adelantaron al Photoshop manejando las tijeras.
Ahora, con la nueva tecnología del deepfake, una aportación de la inteligencia artificial que utiliza algoritmos de aprendizaje no supervisados, podemos volver a las andadas.
El deepfake y también otras tecnologías como la cirugía cosmética digital nos permiten sustituir cualquier personaje por otro, en unos casos, o alterar la fisonomía del mismo en otros. Así lo hicieron en Star Wars, cuando Ingvild Deila suplantó a Carrie Fisher como la joven princesa Leia. O más recientemente, rejuveneciendo a Robert de Niro, Al Pacino y Joe Pesci en la película El irlandés.
Ya no hace falta censurar las películas eliminando escenas o poniendo la mano delante del objetivo del proyector. Ahora podemos conseguir que Bogart deje de fumar después de muerto o que Jack Nicholson deje de acosar a Jessica Lange en El cartero siempre llama dos veces.
Pero el pasado también llama dos veces. Porque reside en nuestro interior y alterarlo a modo de censura no cambiará nada. Lo que debemos hacer, en cambio, es asumirlo y transformarlo en el presente. El único lugar donde dichas transformaciones serán reales.
Hay una frase que todos conocemos: «Quien olvida su historia está condenado a repetirla». Es cierta. Pero ante el pretendido intento de reescribir quiénes fuimos y cómo nos comportamos gracias a las posibilidades de las nuevas tecnologías, deberíamos añadir otra frase a modo de advertencia: «Quien censura su pasado acabará mintiéndole a su presente».