Hace unos meses, el actual director del CSIC, Emilio Lora-Tamay, concedió una entrevista a RTVE. El motivo era la celebración del 75 aniversario de la más importante institución pública española dedicada a la ciencia. Ante la lógica pregunta sobre la llamada fuga de cerebros o migración a mejores pastos de las mentes científicas que España formó durante los años de bonanza, contestó tranquilo que era «una leyenda urbana exagerada». Durante la conmemoración del evento, el rey de España le contradijo, advirtiendo de que el país no puede permitirse educar jóvenes científicos «para que salgan al extranjero sin retorno posible».
Parece difícil negar que la crisis ha afectado al desarrollo de la ciencia en España. Si hasta 2006 la inversión fue creciendo para estancarse en 2009, a partir de ese año la caída ha sido en barrena. 8.500 millones en 2012; 6.140 en 2014… y así acumulando una bajada del 37%. A falta de análisis exhaustivos sobre este éxodo, el auge en los últimos años de asociaciones de científicos españoles en el extranjero, con agrupaciones en Japón, EE UU, Suecia, Australia-Pacífico, Dinamarca, Francia, Reino Unido o Alemania pueden servir para calibrar la situación.
Frente a la bautizada «movilidad exterior» de la ministra de Empleo, Fátima Báñez, de los jóvenes en busca de aventuras intelectuales que retrató con ese eufemismo en abril de 2013, el estudio sobre este fenómeno de la universidad abierta de Madrid completa esa descripción. Con una muestra de 10.700 científicos, la mitad de los emigrados se fue por la «continuación y el progreso de la carrera investigadora», mientras la otra mitad lo hizo por «la falta de oportunidades laborales» y de «reconocimiento profesional». Además, a un 52% le gustaría volver, pero no puede.
Guillermo Orts-Gil, físico-químico barcelonés de 36 años, residente en Berlín desde 2004, con pareja germana y un hijo, está en ese grupo. Tras aclarar que él no se vino por la crisis sino porque «quería viajar» y tenía familia en Berlín, explica que «ahora» tiene «más ganas de volver» que nunca. «Es cuando peor está», dice. Está en el comedor de la Freie Universität de Berlín, donde tiene su despacho mientras remodelan la sede del centro Max Planck Institute of Colloids and Interfaces. Allí coordina un grupo de nanociencia. Y cuenta una historia, como la de otros, de adaptación a una cultura científica diferente.
«No conocer la forma en la que se trabaja en Alemania es el problema más grande de los españoles que vienen aquí, tanto o más que aprender el idioma», asegura. «Tienen una forma de pensar muy diferente». Uno de los primeros aspectos que señala es, cumpliendo con el estereotipo —«siempre hay algo»—, que los alemanes son «algo durillos». Según el documento de la OCDE Perspectiva Migratoria 2013, dos de cada tres españoles que llegan a Alemania no aguantan más de un trimestre.
[pullquote class=»left»]Llegado un punto, en Alemania es muy difícil avanzar en la carrera científica[/pullquote]
«Adaptación es ir por el pasillo, saludar a la gente y que no te digan ‘hola’ de vuelta; adaptación es llegar al puesto de trabajo el primer día y ver que los compañeros presuponen que ya sabes lo que tienes que hacer; adaptación es aceptar que se trabaja muy individualmente… La frase que más oyes es ‘no te lo tomes como algo personal’», enumera. «Simplemente no sienten la necesidad moral de guardar las formas según en qué situaciones, hablando contigo solo si les apetece ese día». Orst-Gil puntualiza que su experiencia se basa en el mundo académico, un ambiente «a veces más informal» que el de la empresa privada, pero ambos están muy enfocados a los objetivos, a realizar una tarea sin importar si «has tenido que hacer horas extras o te vas todos los días a las tres de la tarde a casa».
Como diferencia más centrada ya dentro de la carrera científica, destaca la facilidad que hay en Alemania para hacer un doctorado debido principalmente a la financiación. La situación de ciertos beneficiarios de contratos Ramón y Cajal en España, una relación contractual a cinco años para fomentar la ciencia de excelencia y cuyo compromiso de continuidad fue incumplido por la Administración, resultaría imposible de creer en Alemania. «Si ofrecen algo, es que pueden cumplirlo».
En Alemania la precariedad e incertidumbre en el mundo académico también existe y esta situación ha sido denunciada por el sindicato de estudiantes alemanes con un manifiesto. En las universidades, el 90% del personal académico tiene un contrato temporal y la mitad de ellos, de una duración menor a un año, siendo este campo el único del mercado laboral donde está permitido encadenar más de tres contratos temporales seguidos para el mismo empleador. Para Orts-Gil, otro de los problemas es que, llegado un punto, en Alemania es muy difícil avanzar en la carrera científica, en parte debido a la estructura piramidal y las «relativamente» pocas plazas de profesor titular, sumado a una gran competencia.
Esta estructura universitaria, con pocos profesores y muchos doctorandos, propicia situaciones como los retrasos de varios trimestres a la hora de corregir trabajos de final carrera o extrañas tragicomedias. Orts-Gil conoce algún caso de profesores que solo van a la universidad por la noche por el temor a encontrarse a sus 20 o 30 alumnos de doctorado. «Eso es un desastre si te pasa como estudiante», sentencia.
Es cierto que Alemania, gracias a su gran poder industrial, es uno de los pocos países que saca auténtico rendimiento de estos doctorados. Según Education: The PhD factory, un artículo en la revista Nature que analiza si se está educando a demasiados doctorandos, estos han crecido en un 40% entre 1998 y 2008, convirtiéndose así Alemania en el país que proporciona más titulados de toda Europa, pero donde solo el 6% acabará dedicándose a tareas académicas, «con la mayoría encontrando trabajos de investigación en la industria».
«En Alemania hay mucha financiación y de diferente origen, tanto pública como privada», cuenta Ander Ramos. «Me da mucha rabia que en España, que somos líderes mundiales en donación de órganos y donamos mucho cuando hay una catástrofe, no damos casi nada a la ciencia e incluso hay casos de gente que dona fuera». Es jefe de equipo de la Universidad de Tübingen y primer extranjero en ganar el premio Walter Kalkhof-Rose, un galardón nacional alemán al investigador joven y más prometedor, por su trabajo en la rehabilitación con el uso de exoesqueletos de pacientes de ictus. Con su técnica, que consiste en leer en las ondas cerebrales la orden de movimiento y mandar una señal al aparato para que desplace la parte afectada por la parálisis, ha logrado que los pacientes ‘reparen la conexión’ y muevan el brazo unos pocos milímetros.
Su carrera ha transcurrido entre el País Vasco, donde está vinculado a la empresa Tecnalia, y el extranjero, con centros en su curriculum vitae como el Johns Hopkins de Baltimore, EE UU, uno de los más punteros en medicina, en general, y en ingeniería biomédica, en particular. O la Técnica de Múnich, donde cursó un máster —«hoy sería como una doble titulación»—. Con esta experiencia, enumera las que él ve como las principales diferencias entre la culturas científicas española y alemana.
[pullquote class=»right»]Alemania es el país que más titulados proporciona a toda Europa[/pullquote]
Una de ellas es el manejo de los tiempos. «Un español te dice una semana y un alemán, tres; pero lo más probable es que los dos lo hagan en un par», explica. «Pero así, el alemán tiene la seguridad de que, incluso aunque tenga algún problema, te va a poder cumplir el plazo». Otra es la mayor experiencia práctica de los alemanes, con estancias remuneradas en empresas a lo largo de la carrera, frente a la mejor base teórica de los hispanos. Ve en esto un claro error de las empresas españolas, ya que esa formación van a tener que darla «cuando pagan un sueldo normal o cuando hacen prácticas y pagan muy poco dinero».
Una tercera, cumpliendo con el estereotipo, tiene que ver con el ingenio. «Si hay que resolver un problema y existe un protocolo de actuación con tres aproximaciones, si todas fallan, el alemán se estanca y no es capaz de pensar por sí mismo, ya que no se atreve», explica. «El español es bastante más flexible, pero también más caótico». Aunque, a renglón seguido, añade que los reyes de la inventiva y el pensar diferente son los estadounidenses.
Ramos reconoce que el fenómeno de la inmigración científica es palpable; que, si antes eran cinco españoles en toda la universidad, ahora superan la veintena. Arguye que en la acogida ha tenido que ver la buena imagen que dejaron los españoles que llegaron al país antes de la crisis, algo que podría cambiar debido a que «no es lo mismo ir a Alemania por buscar una potenciación del CV o una experiencia laboral, que ir por necesidad, ya que la disposición negativa es mucho mayor y no ayuda a la integración».
Ambos científicos ríen cuando citan la calificación de ‘leyenda urbana’ para la fuga de cerebros por el máximo responsable del CSIC. Orts-Gil razona que quien «desdramatiza así la situación» es el director de una institución que «estuvo a punto de la bancarrota en 2013». Ramos cree que esta «fuga de cerebros no se da solo en investigación, sino también en el resto de campos». No ve mal que se vayan, ya que «mejorarán mucho su formación, pero, si se quiere que regresen, deberán prepararse instrumentos para que vuelvan».
Con su retorno, podría comenzarse la transferencia de conocimiento en España, pero parece que de momento la Administración lo deja todo a la nostalgia y al refrán de que como en casa, en ningún sitio. Puede que no sea suficiente. Uno puede acostumbrarse a llamar hogar a otras latitudes.
Imagen de portada: emin kuliyev/Shutterstock
Los cerebros fugados se adaptan al laboratorio alemán
